Suicidio, golpe de estado, impeachment, escándalo o prisión: si eres elegido presidente en Brasil tienes prácticamente garantizado un trágico destino.

El encarcelamiento el sábado en Curitiba de Luiz Inácio Lula da Silva, condenado a más de 12 años de prisión por corrupción, cayó como una bomba.

No solo porque el expresidente (2003-2010) dejó el cargo como uno de los gobernantes más populares del planeta, sino porque también lidera todas las encuestas para las elecciones presidenciales de octubre.

Pero, si se mira desde otra óptica, la vertiginosa caída de Lula fue ‘business as usual’.

Los presidentes de Brasil viven en un increíble palacio diseñado por Oscar Niemeyer, disponen de grandes reservas petroleras, gobiernan un país con 209 millones de habitantes, con la mayor selva del mundo y, posiblemente, también con la mejor selección de fútbol… pero, por alguna razón, las cosas acaban torciéndose.

Al menos, Lula culminó sus dos mandatos.

Su sucesora Dilma Rousseff, a la que ayudó a ganar en 2010, fue destituida por el Congreso acusada de haber manipulado las cuentas públicas en 2016, a mediados de su segundo mandato.

Quien tomó la banda presidencial verde y amarilla fue su vicepresidente, Michel Temer, quien cuenta con una popularidad del 5%.

El mandatario se mantiene en pie pese a que su futuro es incierto: el año pasado, fue denunciado dos veces por corrupción, convirtiéndose en el primer presidente de Brasil en ejercicio en ser señalado de un crimen común. Por el momento, está protegido por la inmunidad presidencial.

Si viajamos un poco hacia atrás, hasta 1992, toparemos con Fernando Collor de Mello. Él también sufrió un impeachment acusado de corrupción y dejó el cargo tras dos años de mandato.

Los fiscales están ahora acusándole nuevamente y en 2015 confiscaron su espectacular colección de carros de lujo.

Y solo como muestra, otro de los cinco expresidentes vivos del país, Jose Sarney (1985-1990), también es investigado por corrupción.

Sarney llegó a la presidencia como compañero de fórmula de Tancredo Neves, que ganó la primera elección democrática tras la dictadura iniciada en 1964, pero murió antes de tomar posesión.

Tragedia

“Hacer política es una operación de riesgo”, decía Angela Alonso en su columna del domingo en el diario Folha de S.Paulo. “En Brasil, hay riesgo de perder la elección, tu libertad (la prisión está en boga) y tu vida”.

Eso era especialmente cierto para el presidente Joao Goulart, popularmente conocido como Jango.

Se convirtió en presidente en 1961 después de la renuncia de Janio Quadros, que apenas duró medio año en el puesto. Luego, en 1964, Goulart sufrió un golpe de estado que instauró una dictadura de dos décadas.

Pasó el resto de su vida en el exilio y murió en Argentina en 1976 oficialmente de un ataque al corazón, aunque hay versiones de que fue envenenado.

Pero el caso más trágico de los presidentes de Brasil fue, sin duda, el de Getulio Vargas, que gobernó el país en dos periodos entre los años 1930 y 1950 haciendo grandes esfuerzos por transformarlo hacia su industria energética.

El 24 de agosto de 1954 se disparó en el corazón con un revólver dentro del palacio presidencial, dejando una nota al pueblo brasileño: “Les di mi vida, ahora les ofrezco mi muerte”.

Cuestión de democracia

Si uno escarba en la historia brasileña, no mejora mucho la situación. De hecho, el primer presidente del país fundó la República con un golpe de estado en 1889, acabando con el Imperio de Brasil.

Mauricio Santoro, profesor de ciencia política de la Universidad Estatal de Rio de Janeiro (UERJ), considera que la triste vida de los presidentes refleja problemas profundos con respecto a la democracia brasileña.

“La democracia de hoy es más amplia que antes, pero sigue marcada por la inestabilidad”, afirma. “Eso dificulta que los presidentes puedan desarrollar políticas a largo plazo”, considera.

La buena noticia es que la campaña anticorrupción que ha colocado en problemas a tantos políticos brasileños refleja la creciente madurez del país.

“La diferencia es que tenemos un poder judicial que tiene una cierta autonomía, sobre todo en los escalones más bajos, con una capacidad grande de investigación”, afirma Santoro.

“La sociedad cambió mucho más rápido que el propio sistema político”, remata.

Los brasileños estarían cada vez más listos para elegir presidentes estables y honestos.

¿Podría ser eso posible en octubre próximo?

“A juzgar por los actuales candidatos presidenciales, temo que aún va a tomar un poco más de tiempo”
, lamenta el analista.