Un nombre olvidado, un rostro irreconocible, un hombre relegado. Como toda luz, quiso brillar. Tuvo su momento y lo vivió sin glamour ni petulancia. El tiempo empolvó sus logros. No tenía estadísticas estratosféricas, pero sí lo fundamental: Josef Masopust sabía qué hacer con la pelota bajo la suela.

Masopust nació en 1931 en Strimice, al noroeste de Checoslovaquia, un pueblo en el que nativos y alemanes que habían cruzado la frontera se mezclaban a partes casi iguales. Esa población germana sería el justificativo que Hitler daría para invadir Bohemia y Moravia durante la Segunda Guerra Mundial.

Yo vivía en un pueblo pequeño en el que checos y alemanes éramos iguales. Éramos amigos. La política daba igual. Solo después de unos cinco años, las cosas empezaron a empeorar, porque los alemanes se querían quedar con todo, y a los checos nos empezó a ir mal. Mi escuela, cuando yo tenía 14 o 15 años, ya era excepcional sólo porque era checo-alemana, se estudiaba aún un poco de checo. Aunque casi todo era en alemán. Pero para nosotros no había problema en ser checo, eslovaco o alemán”, contó el futbolista, como lo narran los libros históricos.

La maquinaria sangrienta de Hitler dividió y ocupó Checoslovaquia. No había espacio para los neutrales. O eras de ellos o pasabas a ser su enemigo. El padre de Josef, un minero comunista, decidió junto a la familia dejar el pueblo y mudarse a Most.

“Quien quería estar muy bien se declaraba alemán. Pero mi padre y mucha gente no quiso. Most era muy estratégica para los alemanes porque necesitaban el carbón. De hecho, el pueblo donde nací ahora no existe, se destruyó por la extracción de carbón. La gente que se declaraba alemana tenía mejores condiciones de vida, oportunidades, trabajo, etc.”, relató.

Josef tenía su vía de escape en el fútbol, en los sueños que en forma de pelota coloreaban su mundo gris. Se curtió en la calle, bajo la mirada atenta del padre, esquivando patadas y baches, tirando paredes con la cuneta y armando los arcos con piedras. Ese era su lugar. Ir a un club era imposible, porque durante la guerra estaban reservados sólo para alemanes.

“Yo tenía cinco hermanos, así que mi madre ya tenía bastante con nosotros como para ir además a trabajar. Mi padre era minero. Fue mi primer entrenador porque me dijo: ‘Pepík, si quieres jugar bien al fútbol, tienes que saber golpear bien el balón con las dos piernas’. Lo otro que me enseñó fue: ‘si quieres ganar, tienes que aprender a perder. Así no te vendrás abajo y sabrás reponerte’. Mi padre me inculcó estas dos cosas, y creo que las dos las hice bien”, recordó.

En 1945 la Guerra acabó y el Partido Comunista tomó el poder tres años más tarde. Unos tres millones de alemanes y húngaros fueron desterrados de territorio checo. Pero los decretos eran cuestiones de Estado, ajenos a la cotidianidad de los sentimientos de las personas. Josef se tuvo que despedir de los amigos con los que hacía correr las horas jugando un partidito.

“Los checos y los alemanes jugábamos en el prado, en la carretera, como si nada. Normal. Pero cuando se tuvieron que ir, se fueron, y a veces no era fácil despedirse. Vivimos juntos tanto tiempo, y de repente, por cuestiones que no tenían que ver con nosotros se tuvieron que ir”.

Acabado el conflicto, Josef pudo entrar a un club. Empezó en el Manik Most y debutó en primera con el Teplice en 1950. Dos años después, se le presentó un deber ineludible en esa época: realizar el servicio militar. Allí encontraría el equipo de su vida. El Duckla de Praga era la escuadra del ejército y reclutaba a los futbolistas que estaban cumpliendo con el servicio para que no perdieran el ritmo competitivo. Se le acusaba de “robar jugadores” y, al ser parte del círculo de poder del país, de corrupción y arreglo de partidos. Salvo una minoría, era odiado en todo el país.

El Dukla dominó en los cincuenta y en los sesenta el fútbol checo. Josef era el baluarte, un mediocampista mixto que no se arrugaba para echar una mano en defensa y que dirigía el juego con visión periférica y toque exquisito. Junto a Svatopluk Pluskal y Ladislav Novák componía un tridente demoledor. Su talento no quitaba algo esencial para los checoslovacos: jugaba para el Ejército. Ni siquiera su buen rendimiento en la selección aminoraba el desprecio de buena parte de los fanáticos. Sin embargo, podría resarcirse en 1962, cuando cruzó el Atlántico para venir a disputar el Mundial de Chile.

El debut fue ante una España con galones: Gento, Alfredo Di Stéfano y Ferenc Puskás, entre otros, componían una plantilla que tenía como base al Real Madrid que dominaba Europa. Josef recuerda que había mucho nervio en el vestuario, hasta que apareció el entrenador Rudolf Vytlacil y les dijo: “Chicos, me he enterado de que España juega con once”. Sus muchachos salieron a jugar con orden y espíritu gregario al Sausalito de Viña del Mar. Se llevaron una victoria por la mínima.

La siguiente prueba era un rival de hierro, el Brasil de Pelé, la súper estrella que con apenas 22 años ya se había proclamado rey. Los europeos defendieron su arco como pretorianos y lograron aguantar la samba brasileña. Ese partido, además, dejó la jugada que le valdría a Masopust su indeleble apodo: el caballero del fútbol. “Pelé recibió el balón y yo corrí hacia él. Cuando me di cuenta de que estaba lesionado paré y me quedé a un metro y medio para que pudiera pasar el balón. Pelé me lo agradeció muchísimo, pero de lo que yo realmente estaba orgulloso era de no haber sido quien lo lesionara”, relató “Pepík”. Muchos años después, “O Rei” lo puso en la lista de los mejores cien jugadores de la historia.

Checoslovaquia se relajó, y pese a anotar un gol a los doce segundos, perdió el último duelo del grupo ante México. Fue un aviso: si querían dar pelea no podían vestirse de frac.

Así lo entendieron. En cuartos batieron a Hungría en un partido áspero y en semifinales se exhibieron ante la Unión Soviética de Lev Yashin. La final se decidiría ante los brasileños.

La historia empezó bien. Masopust trazó una diagonal que atravesó a la defensa del “Scratch” como un puñal, la pelota le llegó pura y él definió de primera. El goleador levantó los brazos, dio medio vuelta y vio venir a todos sus compañeros. Se abrazaron en el área chica con la alegría de saberse cerca de la gloria. Lamentablemente, la alegría les duró apenas dos minutos. A los ’17, Amarildo puso el empate. Zito y Vavá, cerca del final, montaron el carnaval en el Estadio Nacional.

La derrota no les quitó el estatus de héroes nacionales. El equipo fue recibido apoteósicamente en Praga. El Duckla siguió siendo odiado con pasión, pero Josef se ganó el cariño de su pueblo. Los checos y el mundo lo miraron con otro prisma. Ese año se impuso en la carrera por el Balón de Oro –por entonces una distinción reservada solo para europeos– a Eusebio, la mítica “Pantera Negra” portuguesa. En un país donde era mal vista la exacerbación del yo, su logro no fue muy destacado.

Josef se siguió atiborrando de títulos. Acumuló ocho ligas y cuatro copas con el Duckla. Nunca quiso convertirse en una figura de marketing ni acaparar portadas de diario con frases rimbombantes. Vivió en silencio, humilde, siempre con el fútbol como compañía.

Con 38 años, y en plena Primavera de Praga, el volante asumió que ya no estaba para responder a las exigencias del club más exitoso del país. Se puso a buscar equipo y consiguió algo que nadie había logrado hasta la fecha: irse al extranjero.

“Fui el primer futbolista al que le dieron permiso para jugar fuera. Pero ya tenía 38 años. Yo estaba contento de fichar por un club pequeño belga. Pero había ganado peso. Me dije que tenía que entrenar más y adelgazar para que no pensaran que había venido a una feria de ganado y no a jugar al fútbol. Estaba muy contento de tener esa oportunidad. Encontrar equipo a los 38 años en el extranjero no lo consigue todo el mundo”.

A pesar de sus galones, Masopust tenía miedo de fracasar. Sabía que las piernas ya no le respondían como antes y que en el deporte no existe el crédito para nadie, menos para un foráneo. Sin embargo, su andada en Bélgica le dejó varios momentos felices. Fue el goleador de su equipo y lo llevó a Primera División.

Volvió a su país para dirigir. No tuvo mucha suerte en su querido Duckla, pero pudo darle al Brno su único título de liga en 104 años de historia.

Antes de que empezara la Eurocopa del 2008, la UEFA le pidió a las federaciones participantes que escogieron al mejor jugador de su historia. A no pocos sorprendió la elección de los checos. El desconocido Masopust pesó más que Pavel Nedved, el ídolo de la Juventus. El Duckla le construyó una estatua y en 2012 Praga le rindió honor nombrándolo ciudadano ilustre, para que su leyenda no sea engullida por las fauces del olvido. Tres años después, murió en su casa aquejado por una larga enfermedad.