Si la Roma aún vive en todas las competencias se lo debe, en buena medida, a Radja Nainggolan. Este gladiador contemporáneo, sin capa y con un inconfundible mohicano, es el corazón del equipo. Nadie corre tanto, nadie acierta tanto en los pases, nadie va tanto al piso. Por si eso fuera poco, lleva 12 goles anotados.

En una jugada está rematando al arco y apenas segundos después baja hasta el banderín del córner para recuperar la pelota. Todo lo hace como si la vida se le fuese en cada pelota, como si fuese su última brega. Así ha conquistado la dura Serie A, aunque a veces su agresividad le pasa la cuenta, como el día que destrozó la pierna derecha de Federico Mattielo por ir a trabar con fuerza desmedida, pero sin mala intención.

Nainggolan vive como juega. Tan intenso como es dentro de la cancha, lo es fuera de ella. Desconoce los tonos medios. El reposo no le viene, tampoco los cuidados extremos que se le exigen a un deportista profesional. Él cuerpo se lo pide y él no se contiene. No tiene ningún empacho en reconocerlo, como tampoco lo tuvo al decir que “odiaba” a la Juventus porque “siempre vencen por un penal o una falta” y que se “cortaría los testículos” con tal de ganarle.

“Soy un jugador de discoteca. No tengo ganas de quedarme todas las noches en la casa, quiero disfrutar de la vida”, manifestó en una entrevista concedida a The Rolling Stones en 2015. Hace solo algunas semanas fue captado fumando. Todos los dardos le apuntaron, pero para su técnico, Luciano Spalletti, todo se trata de una cuestión de equilibrio.

“Sin duda, Radja ha encontrado su equilibrio en el exceso constante. Otro encontrará el equilibrio haciendo un poco de esto, un poco de lo otro, comiendo poco, bebiendo un poco… Él ha encontrado también su equilibrio”, explicó el estratega de la “Loba”.

El “Ninja” llegó a Italia siendo apenas un adolescente de 17 años. El modesto Piacenza, de la Serie B, pagó 100 mil euros al Antwerpen por él. En su natal Bélgica quedó toda su familia. Sus tres hermanastros, su hermana gemela y su madre, la que sacó adelante a toda la familia luego de que el padre se fuera sin dejarles nada más que el apellido a sus vástagos. Una demostración de coraje que a Nainggolan lo marcó para siempre.

Llegó lleno de miedos y en la más absoluta soledad. Le costó acostumbrarse, encauzar su energía desbordante al rigor táctico del calcio. Primero le pidió a su técnico jugar como enganche, pero éste le respondió que no tenía lo necesario. No le quedó otra que convertirse en un volante defensivo y ser banca por mucho tiempo. Pero la ambición siempre estuvo ahí. De a poco empezó a sumar minutos y loas, coronándose en la temporada 2008/09 como el jugador revelación del ascenso. Lo llamaron desde el Cagliari para jugar en la serie de honor. Allí estuvo casi cuatro años, con su gran amigo Mauricio Pinilla, hasta que lo mandaron a préstamo, con opción de compra, a la Roma.

Era la oportunidad de dar un salto en su carrera. En esos seis meses trabajó como animal, tenía que demostrar que la camiseta del gialloroso no le quedaba ancha. Y lo logró. Pensó que su consolidación en un cuadro importante le abriría de par en par las puertas de su selección para ir al Mundial de Brasil. Sin embargo, se quedó afuera y no dudó en disparar: “Llevan a Kevin de Bruyne que es suplente”. Con esa rabia como acicate siguió trabajando. Ahora quería demostrar que podía hacer más que solo defender, que podía ser el mediocampista total. Su progresión ha ido un ritmo trepidante. Cada temporada es mejor jugador que la anterior. Defiende, crea, presiona y anota. “Y todo eso me sale bien”, afirma.

Nainggolan lo quiere todo. Las portadas de los diarios, el aplauso de la grada, la gloria y, cómo no, dinero para vivir a lo grande.

“La plata cambia a la gente. Me cuesta ponerme límites. Cuando tienes tanto dinero quieres las cosas más bellas, las más caras. A lo que la gente común no puede acceder. Me gusta tener unas buenas vacaciones, un lindo auto y una casa bella”, afirma.

Tiene una colección de gorros tan grande que ni siquiera sabe cuántos son. Anda en autos de lujo y se viste con las mejores marcas. Adora los tatuajes, gran parte de su cuerpo está completamente entintado. Rosas, jaguares, serpientes, nombres, pero ninguno es tan especial como las dos alas de ángel dibujadas en su espalda en recuerdo de su madre, fallecida en 2010 a causa de un cáncer que solo le comunicó a su hijo en la fase terminal, para no distraerlo. “Descansa en paz”, se lee en compañía de la fecha de nacimiento y muerte de la mujer.

La pasión por los tatuajes la comparte con su esposa, y madre de sus dos hijas, Claudia. Como no le gustan las cosas a cuenta gotas, le instaló una exclusiva tienda de ropa a su señora justo al lado de su lugar preferido para hacerse dibujos en el cuerpo.

Su relación amorosa no ha estado exenta de polémicas. En 2014, estando aún en Cagliari, la policía lo detuvo luego de que se reportara una fuerte discusión en la vía pública con Claudia. Se le acusó de maltrato familiar, lesiones y amenazas. Él respondió furibundo a través de twitter: “Métanse en sus putos asuntos. Hay problemas de familia, pero no hay golpes”. Su esposa secundó sus dichos. “¿Quién no pelea con su marido? Fue sólo una discusión”, posteó.

No era la primera ni sería la última vez que Naingollan disparaba a través de sus redes sociales. Acostumbrado a compartir momentos de su vida cotidiana, el belga no se reprime si se siente agredido. “¿Qué voy a hacer, esperar hasta que sea un exjugador para responder?”, se defiende.

Si lo provocan, no se calla. Da lo mismo quién sea. Cuando la hinchada del Feyenord le lanzó una banana inflable gigante a su compañero Gervinho en un partido de Europa League, fue el primero en salir a defenderlo. “Tienen jugadores de color en su equipo y pecan de racismo. No al racismo. Ignorancia pura”, criticó. Con la misma contundencia defendió a las minorías sexuales: “Se hacen diferencias entre las personas por sus inclinaciones sexuales. Mi hermana (también futbolista) tuvo una historia con una chica. Las elecciones libres y pensadas, se deben respetar”, afirmó.

Tras tres temporadas como romanista, los colosos de Europa lo persiguen como la última joya de la corona. Él se deja querer. Quiere un club que le dé tanto como lo que él entrega en cancha y, por supuesto, que lo deje ser. Todo es cuestión de equilibrio.