Joel Embiid puede sacarse dos rivales de encima con sus pasos de ballerina. También puede, como un moderno pivot de la NBA, salir al perímetro para disparar de tres o hacer una finta y atacar el aro. Pero ni una jugada ni una planilla atiborrada de puntos le bastan. No solo quiere ganar, también quiere divertirse. Le exhibe sus bíceps a la grada, baila con las porristas, se come una hamburguesa antes del partido, picanea a sus rivales, se gasta 12 mil dólares en alcohol para celebrar su cumpleaños, se pelea por twitter con la estrella del porno Mia Khalifa y por la misma red social le pregunta a Rihanna si está soltera. Si bien avanza sobre el parqué con gesto adusto, al salir una amplia sonrisa le cruza la cara bajo su barba de candado, una expresión que en su momento fue borrada por los demonios que lo acosaban y ni siquiera lo dejaban dormir.

Joel Embiid nació en Yaoundé, Camerún, hace 24 años. En un país tan pobre, ser hijo de un militar confiere derechos de privilegio. El rango de capitán de su padre, Thomas Embiid, hizo que nunca faltara comida en la mesa y que tuviera una educación muy por sobre la media. “JoJo”, sin mayores preocupaciones, se la pasaba practicando deportes. Su camino, supervisado por el rigor militar de su padre, parecía claro: convertirse en una súper estrella del voleibol y dar el salto a Europa. Su cuerpo alto (2,13 mts.) y magro sostenían su deseo. Sin embargo, una de sus primeras novias le hizo una pregunta que le daría vueltas varios días por la cabeza: “Si eres tan alto, ¿por qué no pruebas con el basquetbol?”.

Tenía 15 años y nunca en su vida había tocado una pelota de basquet. En ese momento, Estados Unidos se carcomía las uñas con las finales de la NBA 2010. El duelo entre Lakers y Celtics lo encandiló. La frialdad y la elegancia de Kobe Bryant, la precisión de francotirador de Ray Allen, la áspera lucha de Kevin Garnett y Pau Gasol en la pintura. Se animó y empezó a entrenar. El técnico al ver su talla le regaló una vieja cinta de video con letras negras sobre una huincha blanca: Hakeen Olajuwom. Todas las noches, antes de dormir, ponía el video del “big man” que dominó los tableros en la década del noventa. Para él, era como si Olajuwom bailase con sus rivales en la llave. De ese cuerpo delgado e interminable fluía una cadencia imposible de seguir. Olajuwom también era africano, dejó su natal Nigeria para irse a vivir el sueño americano con la camiseta de los Houston Rockets. Joel pensaba que quizá, con algo de suerte, ese podría ser su destino. “Algún día le van a pedir dinero prestado a este tipo”, repetía su entrenador a sus compañeros desatando la risotada de Embiid.

Llevaba poco tiempo entrenando y fue a probar suerte a un campamento con los mejores jóvenes del país. “Era un contraataque. El base hizo un pase pero ese pase no fue bueno, se iba muy arriba… sin embargo él capturó el balón, lo bajó, se giró y resolvió por el lado opuesto al que transcurría la jugada, ante defensores que protegían el aro. Se hizo el silencio.  Llevaba jugando a baloncesto seis meses. Una persona normal no hace algo así”. El que describe esta secuencia es Luc Mbah a Moute, camerunés jugador de la NBA que había impulsado la realización del campamento.

Mbah a Moute lo invitó a otro campamento que se iba a realizar en Johannesburgo. En la capital sudafricana no le quedó ninguna duda del talento de Embiid. El por entonces jugador de Los Angeles Clippers le dijo que tenía que ir a Estado Unidos a pulir su juego y él mismo fue a hablar con el padre de Embiid para convencerlo. La familia mostraba suspicacia, aunque aceptó con la promesa de que el adolescente no descuidara los estudios. “JoJo” viajó a Florida para jugar en Monteverde Academy.

Embiid era un superdotado físicamente, una rareza de más dos metros con movimientos fluidos y coordinados, pero todavía no entendía el juego. Sufrió mucho en Monteverde. Sus compañeros se burlaban de su acento y de su carácter sosegado. Nunca se pudo adaptar, pero aprendió una lección que le serviría para sobrevivir en el salvaje mundo de la alta competencia: “Pensaban que me crie siendo pobre, viviendo en la selva y matando leones. Pese a que era muy blando por entonces, decidí sacar partido de ello. Comencé a asustarles. Me cogieron miedo. Tuve que pelearme constantemente, sólo así conseguiría que dejaran de reírse de mi”.

Sin minutos y siempre dispuesto a pelearse con alguien, se fue a jugar a The Rock School en Gainesville. A nadie le llamo la atención este movimiento. Embiid, para la mayoría, todavía no era nadie en el basquetbol colegial estadounidense. Allí se labró un nombre y ganó el primer campeonato en la historia de la institución. Hasta 13 universidades le ofrecieron unirse a sus programas. Sin embargo, Norm Roberts, asistente técnico en Kansas, una de las universidades con más tradición en la NCAA, tenía una fijación especial con él. Creía que el margen de mejora era inmenso. Convenció a sus jefes para que lo dejaran ir a observarlo y así ver que escondía el africano. Al acabar las sesiones de entrenamiento en las que lo analizó con ojo clínico, le dijo a sus jefes: “Este chico puede ser número uno del draft”.

En Kansas estaría solo un año. Ni la presencia del alero Andrew Wiggins, hoy estrella de los Minnesota Timberwolves, evitó que los focos de las cámaras se centraran en él. Había cincelado su cuerpo con varias horas de gimnasio y ya no era el torbellino que solo pensaba en atacar y machacar. “Desde una perspectiva de talento estaba muy por delante del resto de hombres grandes. Cuando le vimos nunca pensamos que fuese un proyecto”, afirmaba Roberts. “Podría jugar ya en la NBA”, comentaba Mbah a Moute. “Es el mejor jugador del país”, sentenciaba Fred Hoiberg, hoy técnico de los Bulls y por ese entonces a cargo de Iowa State.

Jamie Squire | Getty Images | Agence France Presse
Jamie Squire | Getty Images | Agence France Presse

Los Cleveland Cavaliers, con el primer pick del sorteo, le pidieron un entrenamiento privado para terminarse de convencer. Embiid aceptó, pero en Ohio su suerte se torció. Sufrió una fractura en el hueso navicular de su pie derecho. Los Cavaliers declinaron su fichaje. Una bruma de rumores se esparció por la NBA. Varias franquicias dudaron de su futuro en la liga, pero no Philadelphia, que lo seleccionó en la tercera posición del sorteo de 2014. Los Sixers, huérfanos tras la salida de Allen Iverson, apuntaban a reconstruirse desde el draft. Para eso tuvieron que pasar años sin competir, renunciando a sus mejores figuras para sumar derrotas que le aseguraran un pick de privilegio y el crecimiento del núcleo joven. El camerunés, cuando se recuperara, sería uno de los estandartes que reclamarían la gloria perdida para la ciudad.

Embiid se perdió toda la primera temporada por lesión, sin embargo, algo más terrible estaba por pasar. El 16 de octubre de 2014 recibió una llamada de Camerún. El mensaje que le dieron lo devastó: Arthur, el hermano de 13 años que no veía desde que se fue a Estados Unidos, había sufrido un accidente. Un camión fuera de control se estrelló contra la escuela en la que el niño estudiaba y murió. Una lacerante daga invisible se le clavó en el pecho y no se movería de ahí. La angustia y la tristeza se le mezclaban y apenas podía dormir. Su círculo lo empezó a llamar el “vampiro”. Gastaba las horas con videojuegos y redes sociales. El retiro fue una posibilidad que se le cruzó por la cabeza.

Los Sixers, entendiendo que la soledad ahonda la pena, lo rodearon en todo momento. Mbah a Moute, por entonces en los Sixers, y los directivos lo acompañaron al funeral en Camerún. De regreso a Philadelphia, y a pesar de que estaba lesionado, la franquicia lo implicó al máximo en la dinámica del equipo. “Me hacían viajar todo el tiempo, iba a cada entrenamiento aunque no podía entrenar, acudía a cada reunión. Estaba siempre allí sentado, no hacíamos más que perder partidos y yo no podía hacer nada. Fue lo peor”, dijo en su momento.

Nada sacaba a Embiid del barranco. Mandó al carajo la dieta que debía seguir y empezó a beber frecuentemente Shirley Temple (cóctel sin alcohol). Para peor, en 2015 se volvió a fracturar el mismo hueso del pie, quedando condenado a otra temporada sin jugar. Su mundo era un caos. La prensa ya comparaba su caso con el de Greg Oden, el gigante con rodillas de cristal que nunca pudo demostrar su talento en la liga.

El staff técnico de Philadelphia y los directivos nunca lo abandonaron. Ellos le hicieron entender la encrucijada en que estaba: ser o no ser. Embiid dijo basta y empezó el ascenso desde las tinieblas. Los médicos de los Sixers le diseñaron un estricto programa de alimentación y hábitos de sueño para ayudar en su recuperación. Ahora estaba convencido, incluso viajó a Qatar para acelerar su vuelta en una de las mejores clínicas del mundo. Poco a poco volvió a disfrutar del básquet. Trabajaba en silencio mientras sus compañeros seguían perdiendo. Ya estaría él para ayudarlos, para demostrarle a todos lo bueno que era el mata leones venido de Camerún, ese era su acicate para volver.

El 27 de octubre de 2016 la espera acabó. Salió en el cinco inicial ante el Oklahoma City Thunder. Él mismo confesaría que estaba nervioso, pero acabó firmando 20 puntos, 7 rebotes y 2 tapones. Siguió con números brillantes, sin respetar nombres, siendo un muro en defensa, exhibiendo su brillante juego de pies y, tal como Kristaps Porzingis y DeMarcus Cousins, dejando en claro que los gigantes pueden lanzar. Con él en campo los Sixers llegaron a alcanzar el mejor ratio defensivo de la liga. Dwane Casey, entrenador de los Raptors, dijo que le recordaba a Shaquille O´neal cuando llego a la liga. Una nueva lesión acabó con su temporada antes de tiempo y le impidió seguir en carrera por el premio a novato del año.

No se iba a derrumbar por algo así después de todo lo vivido. Volvió esta campaña aún más fuerte. En octubre regaló una actuación antológica en el mítico Staples Center de Los Angeles ante los Lakers: 46 puntos, 15 rebotes, 7 asistencias y 7 bloqueos. Le dieron un contrato de súper estrella y fue seleccionado para el All-Star. Su equipo volvió a meterse en playoffs tras siete años en el atolladero y Embiid dice que tienen que ir por todo. Ben Simmons, J. J. Redick, Dario Saric, Markelle Fultz y Robert Covington lo secundan. Tras tanto tiempo estancado, tiene la urgencia del que quiere demostrar que es el mejor de todos.

Jesse D. Garrabrant | Getty Images | Agence France Presse
Jesse D. Garrabrant | Getty Images | Agence France Presse