“Este hombre engañó a clubes, dijo ser alguien que no era, un sinvergüenzas sin precedentes. Pasó por varios clubes de Brasil y hasta del exterior, pero probablemente ustedes nunca escucharon hablar de él. ¿Saben por qué? Nunca hizo un gol, nunca dio un pase decisivo, nunca hizo una gambeta desconcertante. La especialidad de este atacante era no jugar”.

Así comenzamos con la historia del farsante más grande en la historia del fútbol. ¿Su nombre? Carlos Henrique Raposo, y su vida ligada al balompié sin duda da para un Oscar a la mejor actuación.

Raposo nació en Río de Janeiro en 1963 y fue futbolista profesional por 20 años sin siquiera patear un balón. Compartió equipo con leyendas como Ricardo Rocha, Edmundo, Renato Gaúcho, Romario, Branco, Bebeto y Carlos Alberto Torres. De locos.

Lo único parecido a un jugador era su contextura física parecida a la del astro Franz Beckenbauer, y por eso lo apodaron ‘Kaiser’.

“Quería ser jugador y no quería jugar”

Veamos ahora como construyó su mito. El brasileño, a los 23 años, era amigo de una de las estrellas de Botafogo: Mauricio.

En una de las conversaciones, Carlos, entre mitad broma y mitad en serio, le dijo a su amigo si lo podía meter en el primer equipo del cuadro brasileño, no como empleado, sino como todo un jugador.

Para ello el joven apeló a la emotividad. Le echó en cara su difícil situación, su entorno. Increíblemente aquello dio resultado y entre tratativas su fiel amigo Mauricio se disfrazó de representante para llevar a Raposo al Botafogo.

Pero primero tenían que construir una imagen de peso, y la idea que surgió fue tan descabellada como su historia.

Carlos era delantero, se formó en Talleres de Córdoba y con el tiempo dio el gran salto a Independiente de Avellaneda. Jugó en el plantel que se coronó Campeón de la Copa Libertadores, y una fotografía podía comprobar tal teoría.

El problema era que el Carlos Henrique que aparecía era sin ‘H’. Eso no fue problema, pues en ese tiempo no existía la tecnología de ahora, y con una simple explicación todo se podía arreglar.

Con el cartel de ‘figura’ el joven llegó al Botafogo, pero había otro inconveniente, ¿Cómo se suponía que iba a mantener tal reputación si no podía jugar ni siquiera con tierra?

“La táctica era simple. Firmaba contrato, hacía una prueba y después en la práctica…”

“Iba a los entrenamientos y a los pocos minutos de ejercicios me tocaba el muslo o la pantorrila y pedía ir a la enfermería. Durante 20 días estaba lesionado y en esa época no existía la resonancia magnética. Cuando los días pasaban, tenía un dentista amigo que me daba un certificado de que tenía algún problema físico. Y así pasaban los meses. En Botafogo creían tener en mí un crack, y era objeto de misterio”, relataba sin descaro años más tarde el propio ‘delantero’ en una entrevista a un medio brasileño.

Pasaron los meses y Carlos no jugaba. Sabía que no estaría para siempre en el Botafogo, así que creó una red de contactos en el mundo del fútbol.

Un año después otro de sus amigos, Renato Gaúcho, (jugó en la Roma y en la selección de Brasil) lo llevó al Flamengo. Y así lo recuerda.

“El Kaiser era un enemigo del balón. En el entrenamiento le pedía a algún compañero que le pegara una patada y así se iba a la enfermería”, lanzó.

En el Flamengo continuó con el show. Llevaba a los entrenamientos un celular de juguete. Sus compañeros no lo notaban pues en ese entonces los teléfonos móviles estaban recién saliendo al mercado.

En sus conversaciones, simulaba hablar en inglés con agentes europeos. “Fingía que hablaba inglés y lo hacía mal. Un día descubrí que no hablaba con nadie”, relató Ronaldo Torres, expreparador físico de Botafogo y Fluminense.

México, a continuar con la fiesta

Un año y en ese tiempo Carlos no jugó ni un solo minuto. Su excelente relación con la prensa (le daba entrevistas a todos) hizo que llegara a su próximo destino: Puebla de México.

El cuento fue calcado. Seis meses de contrato y cero minutos. “Yo firmaba el contrato de riesgo, el más corto, normalmente de unos seis meses. Recibía las primas del contrato y me quedaba allí durante ese periodo, sin jugar”, sentenció Carlos.

De allí cambió de aires para militar en El Paso de Estados Unidos. La misma historia.

Luego de ‘jugar’ en varios clubes del extranjero el ‘atacante’ decidió volver a su país, y en 1989 el Bangú decidió abrirle las puertas. Fue el equipo en donde estuvo más cerca de jugar. No lo aquejaban las lesiones y un día antes del partido el técnico lo metió en la oncena titular.

Pero Carlos no podía pisar el césped, así que sacó una triquiñuela del sombrero que dejó a todos con la boca abierta. Antes de ingresar se trenzó a golpes con el primer hincha que encontró en la galería. Claramente el árbitro lo expulsó en seguida.

El entrenador no lo podía creer, pero aquí vino la explicación para el bronce: “Dios me dio un padre y después me lo quitó. Ahora que Dios me ha dado un segundo padre, que es usted, mister, no dejaré que ningún hincha lo insulte como lo hizo al que yo le pegué”, de película.

El DT, emocionado, lo abrazó y le dio un beso. Más tarde pediría una renovación para el delantero por seis meses más.

Su ‘experiencia’ en el extranjero

Luego de su paso por Bangú el jugador militó en el América, Vasco de Gama, Fluminense, Guaraní y Palmeiras. Pero algo le faltaba, necesitaba un roce internacional, la oportunidad de poder ‘jugar’ en el extranjero, y claro, esa chance le llegó.

Tras negociaciones, Carlos firmó con alegría en el Ajaccio de Francia. Su presentación fue como el de una estrella.

“El estadio era pequeño, pero estaba lleno de hinchas. Creía que entraba y saludaba a los simpatizantes pero había infinidad de balones. Teníamos que entrenar. Se iban a dar cuenta de que era horrible. Empecé a agarrar pelota por pelota y se las pateaba a los hinchas mientras al mismo tiempo saludaba y besaba el escudo de la camiseta. Los aficionados enloquecieron. Los dirigentes se agarraban la cabeza porque los hinchas se llevaron de recuerdo todos los balones. Habré pateado unos cincuenta. No quedó ni uno”, relató Raposo.

Pero eso no fue todo, pues en un partido alcanzó a disputar 20 minutos. Se hizo el desgarrado pero pidió seguir por el amor a la camiseta. La hinchada estaba vuelta loca por aquel jugador que corría pese al dolor.

En la actualidad el brasileño es “personal trainer” y no se arrepiente de nada. “No me arrepiento de nada. Los clubes engañan mucho a los futbolistas. Alguno tenía que vengarse de ellos”, cerró.

Juzgue usted.

Kevin Domínguez | Kaiser Magazine