El notable escritor francés Antoine Choplin nos relata, en su minimalista novela “Caída la noche” (La nuit tombée), lo que quedó después del siniestro ocurrido en la central atómica de Chernobyl. Una escritura íntima, concisa y precisa, y no por ello menos impactante, de la destrucción.

Texto de Rafael Guiloff

Una motocicleta al atardecer en la carretera. Es el comienzo de un frio otoño ucraniano en la ruta hacia el Chernobyl del pasado. Así nos sumerge el autor en un trozo de geografía física y humana de lo desecho, de lo abandonado, de lo saqueado, lo que quedó en el territorio y en la gente tras el desastre atómico más grande de la historia, ocurrido en 1986, en la entonces Unión Soviética.

La ciudad donde está Chernobyl es Pripyat y hacia allá nos dirigimos. Todo en la ruta es abandono. Nos encontramos con algunos pocos que han vuelto, desafiando los límites de la zona de exclusión establecida alrededor de la antigua central atómica por la autoridad. Han vuelto o nunca se han ido.

Es la tierra suya la que desean, es donde quieren estar. Hay entre ellos los que ejercieron de liquidadores, encargados de sepultar vestigios radioactivos, limpiando la zona. Una buena parte enfermó por la radioactividad recibida.

El motociclista visita un liquidador, moribundo en su cabaña, acompañado de su mujer. Cena con ellos y con otros sobrevivientes, esperando que caiga la noche para seguir su camino a Pripyat, al amparo de la oscuridad, hacia su diminuta aventura personal. Hay algo que quiere rescatar, algo material, quizás insignificante pero representativo de su vida pasada en la ahora ciudad fantasma.

La cena es alegre, termina con canciones acompañadas de un acordeón. También hay poesía. En ella se resume el espíritu profundo, ora triste, ora alegre, de esas extensas patrias eslavas, patrias de los bosques, las llanuras y de los amplios ríos.

“¿Vas allá?” le preguntan al motociclista. Allá – no es necesario nombrarlo.

Todos saben qué es ‘allá’. Allá donde habían vidas y ahora no las hay, allá donde no hay nada pero quedó todo lo que teníamos, allá donde ocurrió la causa de mi próxima muerte. Allá donde la tierra removida señala soterrados escombros de casas. Allá donde edificios completos fueron masivamente evacuados, en pocos días, permitiéndose un bulto por persona. La urgencia recuerda episodios del Holocausto, aunque acá la evacuación fue para salvar vidas, no para exterminarlas.

Los que trabajaron como liquidadores recibieron una condecoración del gobierno soviético. En el centro de la medalla aparece una gota de sangre, cruzada por líneas discontinuas, simbolizando las radiaciones alfa, beta y gamma cuyas letras griegas también figuran estampadas. Es la sangre que fue contaminada, causando miles de muertes próximas y lejanas, inmediatas y desfasadas.

El motociclista es poeta, quizás por eso valora un trozo de escombro que aspira a rescatar, anhela extraerlo desde las profundidades de la desolación, desde donde la vida anterior de su familia se extinguió, debiendo reconstruirla mutilada, cargando funestas resonancias en sus cuerpos. Mañana, ese pedazo que quiere recuperar, podrá alimentar los exiguos y desguarnecidos recuerdos que les quedan.

Aparecen en “Caída la noche” poquísimos personajes. Entre ellos el protagonista, que conduce su motocicleta desde lejos, el liquidador que va a morir, su mujer, que canta, la mujer que convierte las piedras en flores y el joven, casi niño, que arroja lejos una piedra. Pocos y sucintos, son como miniaturas que configuran el mundo emocional que fue y que quedó después de la catástrofe de Chernobyl.

Publicada por LOM en Chile, en una edición correcta, con algún error tipográfico, esta pequeña novela merece ser leída por configurar, mediante escasos pero precisos trazos y emociones, un universo estremecedor.