El jueves último pasaba por ahí y decidí -como tantas veces- pasar a comprar algo a la ferretería que por 36 años surtió mis afanes reparadores y constructores. Pero estaba cerrada. Cerrada para siempre.

Desde que llegué a Santiago fui en muchas ocasiones a la Ferretería Baquedano, tradicional mesón que siempre me entregaba su bienvenida en la Alameda casi al llegar a Lastarria. Mucho tiempo lo hice porque era la más cercana. Luego por costumbre, porque atendían bien, respondían a dudas que tenía o porque encontraba cosas raras, como cueva de Alí Babá.

Clavos, tornillos, pintura, cuchillos, diluyente, tarugos, brocas, brochas, coladores, alambre, golillas, adhesivos, huincha aisladora y un generoso etcétera que por 36 años fueron enriqueciendo una geografía propia y cercana.

Sus dependientes eran amables aunque algunas veces un poco lentos, pero justificados por el exceso de público. En general sabían lo que vendían, para qué servía lo que ofrecían y cómo se usaba.

Eran dependientes de años. Duraban tanto que resultaba extraño que uno de ellos cambiara. Hasta nos resultaba merecido preguntar por qué hubo cambios (y sin siquiera consultarnos).

Entre muchas anécdotas recuerdo aquella ocasión en que fui a comprar y me atendió una mujer (sí, durante varios años atendió una mujer que sabía tanto o más que sus compañeros de trabajo). Recién había terminado de leer “Las frazadas del Estadio Nacional”, de Jorge Montealegre. Un libro notable. Una joya. Al verlo, la vendedora me preguntó por él. Nos pusimos a conversar y me relató que justo después del golpe y siendo muy niña, habían allanado el cité donde vivían, en calle Santa Rosa a pocas cuadras de la Alameda. El miedo hizo que se escondiera debajo de la mesa del comedor, quedando oculta por el mantel. Al descubrirla, los militares se alteraron y casi le disparan. El miedo –miedo profundo a verla muerta- también hizo que su madre se descontrolara y le diera una paliza memorable.

Aquella confesión fue en el 2003 o el 2004.

Ferretería Baquedano, EM (c)

Desde entonces, cada vez que entraba a la ferretería o pasaba cerca de ella, recordara aquella historia. Ese tipo de historias que construyen complicidades y se extienden hasta la amistad.

Por esa y otras tantas razones el jueves último fui a comprar a la Ferretería Baquedano. Pero estaba cerrada. Cerrada para siempre.

Otro estertor más de mi ciudad que desaparece.