Con un gran corazón disimulado tras un mal carácter, Michel Flamant cedió su panadería de Dole al mendigo que le salvó la vida.

La historia de estos dos hombres conmueve a Francia como ejemplo de solidaridad en tiempos difíciles.

“He amasado pan toda la vida y ahora estoy cansado”, señaló el panadero de 62 años, tomando asiento sobre unos cajones de plástico para descansar sus piernas fatigadas por la artrosis.

Desde hace dos años, este hombre intentaba en vano vender su negocio.

Un frío día de diciembre cambió por completo su vida: el panadero fue víctima de una intoxicación con monóxido de carbono a causa de un horno en mal estado.

“Ese día, si Jérôme no hubiese pasado frente a la panadería, yo me iba directo al cementerio”, relata Michel.

Desde hacía algunas semanas, el panadero ofrecía regularmente un café y un croissant a Jérôme Aucant, un hombre sin hogar, alto y con múltiples tatuajes, que solía pedir limosna frente a la panadería.

Jérôme se encontraba junto a Michel Flamant cuando este comenzó a tambalearse y, preocupado, llamó a los servicios de emergencia.

De regreso al trabajo tras 12 días de hospitalización, el panadero propuso a su salvador un empleo a tiempo parcial.

“Soy alguien exigente: ¡El trabajo se hace como yo digo y no de otra forma!”, insiste Flamant, mientras da el toque final a la masa de la clásica “baguette” francesa, lista para hornear.

Con su cabello blanco muy corto y una musculosa que cubre formas generosas -hace mucho calor junto al horno- Michel Flamant confía que adora “transmitir y formar a la gente que sabe escuchar consejos, como Jérôme”.

De niño, este parisino con mucha vida soñaba con ser camionero, pero su padre prefirió hacerlo trabajar en una panadería desde los 14 años. Y el oficio le gustó.

El dinero no importa

De París a Chicago, Michel Flamant viajó para amasar pan del otro lado del Atlántico, montar panaderías y formar aprendices, hasta que en 2009 decidió instalarse en Dole, en la región del Jura, macizo montañoso del este de Francia.

Su mujer atiende a los clientes en la planta baja, mientras él amasa pan, bizcochos y pasteles en el subsuelo, de medianoche a mediodía, seis días por la semana.

Luego de trabajar varios días junto a Jérôme, el panadero comprendió que el mendigo tiene disposición para el trabajo y mucha voluntad, explica.

“Fue entonces que decidí cederle el negocio por un euro simbólico”, cuenta Michel, padre de tres hijas, ninguna de las cuales quiere heredar el negocio.

“¿Qué es lo más importante, el dinero o la vida? Yo no soy rico, pero el dinero no me importa. Quiero ser libre y estar en paz. Y si además puedo hacerlo feliz…”, dice el sexagenario que detrás del “mal carácter” que dice tener esconde un gran corazón.

“Jérôme, es trabajador y quiere salir adelante, hay que darle una oportunidad”, comenta.

Para asumir sus nuevas funciones, el aprendiz dejó las greñas y se rapó la cabeza.

“Quiero trabajar y los horarios de la panadería no me intimidan”, afirma este hombre poco locuaz sobre su pasado que dice saber hacer “de todo”.

“Es una herramienta de trabajo y se la cedo, ahora le toca a él darle vida”, comenta Flamant, que seguirá trabajando hasta septiembre junto a Jérôme, dispuesto a entregarse “al 100%” a su trabajo para satisfacer a la clientela.

Michael Flamant

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Jerome

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