Pasada la medianoche, suena la voz trémula de mi madre al teléfono. Nada bueno augura una llamada a esa hora.

- Christian… -me dice conteniendo el llanto- mataron a Mondonguito.

Sí. Para una estirpe descendiente de dioses como la Bastet egipcia, el Li Shou chino, o el Kon inca, Mondongo no era realmente un nombre digno de veneración; pero para un gato que en primer lugar ni siquiera debió haber estado vivo, cualquiera era signo de resistencia.

Fue una noche fría de 2011 en que salí muy tarde de la radio, cuando me encontré con el campamento de cartones que Mireya -una conocida indigente y sabia popular de Concepción- solía montar a sus afueras.

- Mire, m’hijo, me encontré este gatito a las afueras del Mercado. No sé qué hacer con él. Como que no reacciona…

Y a continuación sacó de una de sus cajas, donde trataba de mantener lo más abrigado que sus escasos recursos podían, un cachorro de no más de un par de meses. Contrario a la inquietud de los animales de su edad, apenas abría su boca para dar débiles gemidos.

- Este gatito está mal, Mireya. Se va a morir -le dije pesimista.
- ¿Y usted lo puede ayudar? -imploró.

Mi casa, en aquel entonces compartida con mis padres, ya estaba saturada de gatos. Si llevaba uno más corría el riesgo de que me lo lanzaran por la cabeza. Pero el pobre se veía tan mal, que si iba a morir, por lo menos que muriera en un lugar tibio.

- Yo me lo llevo, Mireya. A ver qué podemos hacer -le dije.

Lo abrigué entre mis ropas y, al llegar a casa, me encerré con él en mi habitación para que nadie lo viera. Para entonces el gato ya estaba inconsciente por la hipotermia. Lo puse sobre un guatero, arropado entre mantas en una caja, y me senté al computador en mi escritorio, a su lado, a velarlo durante su agonía.

Repentinamente sentí un maullido apagado. Aunque inmóvil, para mi sorpresa el felino había vuelto en sí y reclamaba atención. Con una jeringa comencé a darle leche y una mezcla diluída de comida de gato. Poco a poco comenzó a recuperar el movimiento.

Cuchitril, antes de ser Mondongo

Cuchitril, antes de ser Mondongo

Para el día siguiente, ya era un torbellino corriendo de un lado a otro de la caja. Uno imposible de ocultar.

- ¿Ya trajiste otro gato? -dijo mi Padre con voz molesta.

Ni siquiera se quedó a escuchar mi tan elaborada como exagerada explicación, que incluía agentes de la CIA y un encuentro con Elvis. Se dio vuelta molesto y se fue. Mi madre, por el contrario, se enterneció y se confabuló conmigo para ayudarlo a recuperarse y poder darlo en adopción. De hecho, verán que la primera nota de mi página de Facebook fue para ello, cuando le dimos el nombre beta de “Cuchitril“.

Por entonces la herramienta demostró no ser muy efectiva, ya que no hubo interesados. El gato comenzó a escapar de la casa y sembrar el caos, haciendo refunfuñar a mi padre. Finalmente y a su pesar, fue evidente que se quedaría.

El animalito creció… y creció… y creció… y se convirtió en un gato tamaño XXL, con un pelaje que parecía acicalárselo todos los días metiendo las garras al enchufe. Era una explosión de pelos. Lentamente, fue ganándose el cariño de todos en casa, incluso el de mi padre, que pronto le cambió el nombre a “Mondongo”, en honor a mi madre a quien le decía “Mondonguita” cuando pololeaban.

(Tengo suerte de que mi madre no lo haya dejado por eso).

Mondongo se unió sin problemas al grupo de mininos, ocupando un lugar intermedio en la escala jerárquica. Irónicamente, fue con mi padre con el que más se dio, esperándolo en la calle mientras él estacionaba el auto para acompañarlo a casa, y luego ronronearle hasta adormecerse en su regazo.

Ahora estaba muerto.

- ¿Pero qué pasó? -le pregunté a mi madre.

- No sabemos… tu Papá lo encontró tirado en la calle cuando volvía del trabajo. Creemos que pudieron haberlo envenenado porque no se le ven heridas.

- ¿Y el viejo?

- Está mal. Está llorando. No puede dejar de llorar.

Déjenme ponerlos en contexto. Si bien mi viejo es una persona sensible, sólo lo vi llorar dos veces en mis 37 años de vida. Sin embargo tras dos años de mierda luego de que nosotros abandonáramos el nido, y le cayeron males que iban desde el deterioro de su salud hasta su situación económica, y que una tras otra parecían fruto de una maldición gitana, se sumió en una fuerte depresión.

Cuchitril evolucionado a Mondongo

Cuchitril evolucionado a Mondongo

Mondongo -con esa sensibilidad gatuna- fue su compañía en esos momentos de desánimo.

Para un hombre que bordea los 70 años, perder a su paño -o huaipe- de lágrimas, puede ser un golpe muy fuerte.

- Queremos saber de qué murió. ¿Podremos preguntarle a un veterinario?

- A esta hora, Mamá… -objeté mirando el reloj.

- Es que tu Papá está muy mal. No hace otra cosa que llorar.

- Déjame ver qué puedo hacer.

Patricia me recomendó Cedivet, una clínica que atendía las 24 horas. No hacían autopsias, pero el veterinario podía hacer su mejor esfuerzo forense. Para ser una consulta de urgencia -todo un sarcasmo dado el estado del paciente- el precio era razonable.

- Te vamos a pasar a buscar -dijo mi Madre.
- Mamá, debo trabajar mañana -volví a objetar, mirando que el reloj se acercaba a la una.
- El Papá no puede ir. No quiere salir.

Mi viejo. Tantas décadas siendo el hombre fuerte de la casa. Inevitablemente se llega a una edad donde no sólo justificadamente comienza a fallar el cuerpo, sino también el temple.

- Bueno, vamos.

Mi hermano y mi madre pasaron por mí y llegamos a la clínica. Mientras ellos estacionaban, bajé con la bolsa de Paris que envolvía el cuerpo como mortaja (vaya sarcasmo, ¿eh?). Al ingresar en la clínica, casi pisé un charco de sangre. Todo el camino estaba regado de ella. Parecía que acababan de cometer un homicidio.

Me hicieron esperar a una sala contigua mientras atendía a un paciente grave. Era un Rotweiller gigantesco, pero que lejos de lucir amenazante, estaba tirado en el piso, con los ojos apenas abiertos. Desconozco que le sucedió pero su pronóstico no lucía bueno.

g1ngerbloke | Flickr

g1ngerbloke | Flickr

- Tiene varias fracturas, heridas sangrantes y una infección. En este momento lo más importante es estabilizarlo. Lo que yo recomiendo es dejarlo hospitalizado para tratar de mantenerlo con vida, pero no puedo darles garantías -les explicaba a una pareja en ropa deportiva el veterinario, un chico joven de modales amables- Entiendo que quieran tener una segunda opinión, pero si se lo llevan les aseguro que no va a pasar la noche. Ahora, dependiendo de sus recursos, la otra opción es practicarle la eutanasia. Ustedes deciden.

Por un momento sentí una profunda compasión por aquel animal, otrora intimidante y fiero, ahora vulnerable, observando a su alrededor sin entender que estaba en juego su destino.

La pareja pidió un momento para “evaluarlo”, por lo que el veterinario decidió atendernos mientras tanto. Mi madre y mi hermano prefirieron no pasar a la mesa de operaciones.

Pese a tratar con un cuerpo inerte, el muchacho fue respetuoso. Con la mayor delicadeza posible lo depositó sobre la mesa y comenzó a examinarlo.

- Ya tiene algo de rigor mortis. Diría que debe haber muerto por lo menos hace unas 6 horas -aventuró.

Luego tomó una jeringa y comenzó a tratar de succionar sangre sin éxito, hasta llegar a la cavidad abdominal.

- No está coagulada. Esto indica dos cosas: que no consumió veneno de ratones, que es lo más común, y que probablemente sufrió algún traumatismo que le provocó una hemorragia interna, que lo llenó de sangre en esta área.

Luego palpó sus huesos, con la dificultad que le imponía la rigidez de la muerte.

- Aquí hay algo -anunció al llegar a la cadera- este leve chasquido indica que debe tener una fractura o daño en la cadera. Sí, lo más probable es que a este pequeño lo haya golpeado un vehículo. Además, de haber consumido veneno no habría muerto con tanta rapidez, sino que habría agonizado por horas, y tendría sangre en sus narices y boca.

Por último examinó su hocico. Al terminar, dio un suspiro de compasión.

- Bueno, esto es triste pero si te fijas tiene tierra alrededor de la boca. Eso indica que después del golpe lo más probable es que haya quedado tendido jadeando durante algunos minutos tratando de respirar. No puedo asegurarlo a ciencia cierta sin una necropsia, pero todo indica que debió ser un atropello -sentenció.

De alguna forma el fallo me alivió. Un atropello es, salvo raros casos de sadismo, un accidente. Un envenenamiento por el contrario es un acto de maldad y uno no puede evitar quedar con rabia reprimida, más por el daño que le hicieron a mi padre que al pobre gato.

Entonces noté que alrededor de él, un grupo de pulgas se agolpaban para saltar del cadáver. Intrigado, le pregunté al profesional.

- Como todo parásito, las pulgas miden la temperatura y cuando esta desciende saben que el cuerpo ya no les sirve y lo abandonan. De hecho cuando un animal agoniza y su temperatura cae bajo los 32 grados, las pulgas lo dejan porque saben que es incompatible con la vida.

- Como las ratas en un barco que se hunde -aprecié.

- Algo así.

Le agradecimos al doctor y volvimos a amortajar los restos de Mondongo para su funeral. Por fortuna, la casa de mis padres, tan antigua como amplia, cuenta con un profundo patio donde reposan los restos de decenas de mascotas que nos han acompañado durante años. Si debajo hubiera un cementerio indígena, estaríamos en problemas.

Sabía que aquel dictamen no alegraría a mi padre, pero al menos lo tranquilizaría al saber que su querido gato no había sido víctima de un alma cruel, sino sólo de una jugarreta del destino, que a más de 5 años desde que lo recogí, regresó para reclamarlo.

Nos marchamos en silencio de la clínica, lo suficiente para escuchar a la pareja regresar y murmurar llorosos frente al doctor, que se volvió al técnico que lo asistía.

- Marcelo, por favor acérqueme una autorización de eutanasia.

Para aquel perro, ese día también marcaría su último aliento.

Christian F. Leal Reyes | Facebook
Periodista
Director de BioBioChile