Hace unos días estábamos compartiendo un café junto a mis padres en el espacio abierto de un centro comercial cuando, junto a nosotros, ocurrió una intrigante escena.

Un niño de no más de 10 u 11 años caminaba rápidamente alejándose de una mujer. Ella, tironeando de la mano a otra pequeña de unos 6 años, iba tras él con el rostro marcado por la cólera.

- ¡Imbécil!¡Ahue’onao! -le gritó al muchacho, que trató de hacerse el desentendido.

Los tres nos miramos en silencio como preguntándonos mutuamente si habíamos escuchado bien, y frunciendo el ceño, tratamos de seguir nuestra conversación. No duró mucho. Al cabo de unos minutos la mujer y los niños pasaron de regreso, para encontrarse con uno de los guardias del Mall en una esquina demasiado alejada como para entender lo que decían.

La mujer seguía furiosa.

La situación siguió cada vez de formas más extrañas. La mujer se paseaba de un lado a otro del piso cargando con ambos niños, iracunda, deteniéndose sólo para murmurar alguna ofensa de grueso calibre contra el chico o para hablar con alguno de los guardias.

Tras algunos minutos, mi padre fue el que propuso la teoría más plausible.

- Sospecho que al chico debe habérsele olvidado algo en alguna parte del Mall y la mujer, que es la madre, debe estarlo retando mientras trata de recuperarlo con los guardias.

- Pero vaya forma de retarlo -reprobé yo.

Lo sé. Esta es la parte donde ustedes preguntan por qué no intervinimos. Que “yo habría hecho” o “yo habría hecho aquello”. Sí, quizá debimos, pero todo fue tan confuso que para cuando pudimos figurarnos la situación, ya había desaparecido.

Ella. No sus palabras.

Es increíble cuánto se puede dañar a una persona, y sobre todo a un niño, cuando se le ofende o descalifica, que en el fondo es agredirlo verbalmente. A veces, mucho más que con golpes.

No lo sabré yo.

No piensen mal de mis padres. Para mi fortuna, mis viejos siempre fueron justos en sus críticas y las dirigían donde se debe: a mis conductas, no a mí. Sin embargo no puedo decir lo mismo de mis tíos. En específico, de uno.

Cuando tenía la misma edad de aquel muchacho, fui a quedarme a casa de unos primos en Santiago. Lo que se suponía iba a ser una semana de diversión acabó transformándose en una cuenta regresiva urgente por regresar debido a que mi tío era un cretino (pues entiendo que ha tenido una extensa carrera siéndolo) y quizá por lo mismo, comencé a desarrollar una amigdalitis de la que pese a la fiebre, él ni siquiera se percató.

Por alguna razón que me gustaría recordar, un día tuve que ir a buscarlo a su trabajo en el centro de la capital. Yo me sentía horrible, con escalofríos. Mi tío, impertérrito a mi mal aspecto, me arrastró hasta un antro pasado a cigarro y cerveza donde se reuniría con sus colegas. Así que ahí estaba yo. Un chiquillo afiebrado, adolorido de la garganta -agravado por el humo- en una mesa en medio de tipejos que bebían y se reían.

De pronto, uno reparó en mí.

- Hey Pato, ¿ese es tu hijo?
- ¿Mi hijo? -repitió mi tío con desdén- No, yo no tengo hijos tan feos.

Genesis

Genesis

La salida provocó una risotada general y, quizá por mi edad, quizá por la fiebre, una mancha indeleble en mi corazón. Porque claro, que a los 37 años me digan feo me da lo mismo (ya qué le vamos a hacer a estas alturas), pero cuando uno es uno está iniciando la adolescencia, cuando gustar a los demás hace una diferencia en tu mundo, es algo te marca.

Aquel estúpido comentario me hizo sentir “feo” durante años. Me miraba al espejo con desprecio. Culpaba a mi aspecto de mi mala suerte con las chicas (que en realidad era pura torpeza) y tuve que pasar un largo proceso de introspección para volver a quererme.

Ahora, si aquel golpe puramente estético de un tío, asestado en el momento preciso, me hizo tanto daño, imaginen lo que pueden provocar los comentarios reiterados de un padre, una madre u otra persona con imagen de autoridad.

Tiempo atrás, conversaba con una gran amiga que ha tenido una vida bastante amarga. En un momento de confianza, me dijo cómo la trataba su madre cuando era sólo una escolar. “Me decía tantas cosas horribles sobre mí -confesó con la mirada perdida- que llegué a creer que eran ciertas. Que si ella lo decía, en realidad yo era así de mala”.

La mujer destruyó su autoestima. Y hasta hoy sigue pagando la cuenta.

El último disco de Genesis con Phil Collins, We Can’t Dance, abre con un tema particular por su crudeza, no sólo musical, sino lírica y visualmente. En No Son of Mine, un hombre cuenta cómo su niñez quedó destruída para siempre por un padrastro abusivo que le escupía con violencia en cara que él no era su hijo… y que jamás sería parte de su familia.

“Cómo me herían sus palabras. Nunca las olvidaré.
Y a medida que el tiempo pasaba, vivía para lamentarlas”

Por eso, sin importar lo que pase, siempre debemos criticar las actitudes y no la persona. Sí, alguien puede hacer una idiotez, pero ello no lo convierte en idiota. Y menos si se trata de un niño, cuya mentalidad, cuya emocionalidad, aún es vulnerable.

Quizá cuánta diferencia podamos hacer con ahorrarnos una palabra.

Christian F. Leal Reyes | facebook.com/christianleal
Periodista
Director de BioBioChile