Paris en otoño

París, foto de Guillaume Baptiste, AFP (c)
París, foto de Guillaume Baptiste, AFP (c)
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Me escribe mi Malena desde Paris. “Me encargaron buscar a los parientes de un amigo. Pronto supimos que estaban entre las víctimas del teatro, él y su esposa, una tristeza total. Es cierto que esto ocurre todos los días en otros lados, pero algo pasa por dentro con lo que sucede en las calles que uno recorre a diario y donde come platos nuevos. Espero no salga lo peor después de todo esto”.

Texto de Fernando Balcells

Lo peor ya está instalado entre nosotros. El Estado de excepción saca a la luz la íntima naturaleza policial del Estado. La indecencia de su voyerismo, su paranoia, el deseo ilimitado de la vigilancia y, por supuesto, el delirio de una venganza bíblica. Paris es el modelo de la ciudad de lo peor y lo mejor. En ninguna ciudad vieja como en Paris los trazados urbanos han incorporado más armoniosamente el despliegue de la policía anti motines y la marcha de los ejércitos triunfantes. La vida de los barrios se desborda a los costados de las anchas avenidas imperiales. Allí, en medio de lo mejor de una vida amable, es donde han elegido golpear los terroristas.

Paris es una sobreviviente del espíritu feroz y fratricida del nacimiento de los Estados modernos. Tantas veces preservada a pesar de las derrotas, la ciudad reúne en sus piedras las huellas milenarias de sus delirios y de sus furias. Decenas de lápidas, iglesias y columnas conmemoran los asesinatos de los campesinos de las Jaqueries, los obreros de la Comuna y los sacrificados en el altar de la Gran Guerra.

Alguna vez fui un niño en Paris cuando la torre Eiffel estaba cubierta de alambres de púas y los gendarmes llevaban metralletas para prevenir los ataques de la OAS. La Organización del Ejército Secreto que se oponía a la independencia de Argelia fue mi primer encuentro con el terrorismo. Lo peor del colonialismo había vuelto a casa. En la misma época, André Mourois, escritor y Ministro de Cultura empezó la limpieza de los edificios emblemáticos de Paris. Lo que era una ciudad de infinitos matices de gris y negro, cubierta por el hollín de sus historias, se transformó lentamente en una urbe de piedra amarilla y homogénea.

Cuando ocurrió el atentado a las Torres Gemelas, Jean Baudrillard escribió: “Los terroristas han tenido éxito al convertir sus propias muertes en armas absolutas en contra de un sistema cuyo ideal es excluir la muerte”. Para un sistema que valora la vida como contraria a la muerte es incomprensible una cultura que afirma, ‘nuestros hombres están tan deseosos de morir como los occidentales de vivir’.

Hoy tengo mis dudas sobre la ingenuidad de estas afirmaciones que en su momento me parecieron lúcidas. Nos olvidamos de los muertos sobre los que hemos edificado. Tendemos a magnificar la inteligencia de los violentos y, apabullados por la fuerza bruta, entendemos como su victoria la provocación de cuantas más muertes mejor. El suicidio asesino no es algo nuevo. Es apenas la actualización tecnológica de un régimen publicitario que nos ha impresionado –a ellos tanto como a nosotros- desde siempre.

Nos equivocamos al dignificar lo abominable. Le concedemos un desprendimiento generoso, que justamente por ser incompatible con nuestro amor a la vida, tendría la dignidad de lo absoluto, de la desesperación absoluta. Y sin embargo, no es más que una repetición extemporánea de sometimientos mesiánicos, feudales y fascistas en los que la vida pertenece a un Dios vengador interpretado por el Califa.

El espectáculo que se nos obsequia, de la muerte propia y de la nuestra, nos regresa a los tiempos en que la vida esta perdida de antemano y solo espera el sacrificio ritual.

Los atentados de Paris nos recuerdan que aun no nos hemos ganado plenamente, y tal vez nunca lo hagamos, el derecho a tomarnos una cerveza libre de toda inquietud en el Café du Coin. Tal vez lo que hemos ganado lo hemos imaginado a costa de otros. De los que hemos emparedado en las afueras de Israel y en las puertas de Europa. No podemos renunciar a nuestra vulnerabilidad porque desertaríamos de la humanidad. No podemos aspirar a la inmunidad porque entonces entregaríamos nuestra libertad a un capullo artificial creado por la inquisición y mantenido por el terror.

Jaques Derrida, filósofo francés de origen argelino decía que lo propio de Europa era la inclinación a universalizar el humanismo. Si la viera ahora, recogida sobre sí misma y sin verdaderamente saber quien es ella, comprobaría que privada de la apertura humanista, Europa no es nada más que pasto seco en un verano ardiente.

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Me escribe mi Malena desde Paris. “Me encargaron buscar a los parientes de un amigo. Pronto supimos que estaban entre las víctimas del teatro, él y su esposa, una tristeza total. Es cierto que esto ocurre todos los días en otros lados, pero algo pasa por dentro con lo que sucede en las calles que uno recorre a diario y donde come platos nuevos. Espero no salga lo peor después de todo esto”.

Texto de Fernando Balcells

Lo peor ya está instalado entre nosotros. El Estado de excepción saca a la luz la íntima naturaleza policial del Estado. La indecencia de su voyerismo, su paranoia, el deseo ilimitado de la vigilancia y, por supuesto, el delirio de una venganza bíblica. Paris es el modelo de la ciudad de lo peor y lo mejor. En ninguna ciudad vieja como en Paris los trazados urbanos han incorporado más armoniosamente el despliegue de la policía anti motines y la marcha de los ejércitos triunfantes. La vida de los barrios se desborda a los costados de las anchas avenidas imperiales. Allí, en medio de lo mejor de una vida amable, es donde han elegido golpear los terroristas.

Paris es una sobreviviente del espíritu feroz y fratricida del nacimiento de los Estados modernos. Tantas veces preservada a pesar de las derrotas, la ciudad reúne en sus piedras las huellas milenarias de sus delirios y de sus furias. Decenas de lápidas, iglesias y columnas conmemoran los asesinatos de los campesinos de las Jaqueries, los obreros de la Comuna y los sacrificados en el altar de la Gran Guerra.

Alguna vez fui un niño en Paris cuando la torre Eiffel estaba cubierta de alambres de púas y los gendarmes llevaban metralletas para prevenir los ataques de la OAS. La Organización del Ejército Secreto que se oponía a la independencia de Argelia fue mi primer encuentro con el terrorismo. Lo peor del colonialismo había vuelto a casa. En la misma época, André Mourois, escritor y Ministro de Cultura empezó la limpieza de los edificios emblemáticos de Paris. Lo que era una ciudad de infinitos matices de gris y negro, cubierta por el hollín de sus historias, se transformó lentamente en una urbe de piedra amarilla y homogénea.

Cuando ocurrió el atentado a las Torres Gemelas, Jean Baudrillard escribió: “Los terroristas han tenido éxito al convertir sus propias muertes en armas absolutas en contra de un sistema cuyo ideal es excluir la muerte”. Para un sistema que valora la vida como contraria a la muerte es incomprensible una cultura que afirma, ‘nuestros hombres están tan deseosos de morir como los occidentales de vivir’.

Hoy tengo mis dudas sobre la ingenuidad de estas afirmaciones que en su momento me parecieron lúcidas. Nos olvidamos de los muertos sobre los que hemos edificado. Tendemos a magnificar la inteligencia de los violentos y, apabullados por la fuerza bruta, entendemos como su victoria la provocación de cuantas más muertes mejor. El suicidio asesino no es algo nuevo. Es apenas la actualización tecnológica de un régimen publicitario que nos ha impresionado –a ellos tanto como a nosotros- desde siempre.

Nos equivocamos al dignificar lo abominable. Le concedemos un desprendimiento generoso, que justamente por ser incompatible con nuestro amor a la vida, tendría la dignidad de lo absoluto, de la desesperación absoluta. Y sin embargo, no es más que una repetición extemporánea de sometimientos mesiánicos, feudales y fascistas en los que la vida pertenece a un Dios vengador interpretado por el Califa.

El espectáculo que se nos obsequia, de la muerte propia y de la nuestra, nos regresa a los tiempos en que la vida esta perdida de antemano y solo espera el sacrificio ritual.

Los atentados de Paris nos recuerdan que aun no nos hemos ganado plenamente, y tal vez nunca lo hagamos, el derecho a tomarnos una cerveza libre de toda inquietud en el Café du Coin. Tal vez lo que hemos ganado lo hemos imaginado a costa de otros. De los que hemos emparedado en las afueras de Israel y en las puertas de Europa. No podemos renunciar a nuestra vulnerabilidad porque desertaríamos de la humanidad. No podemos aspirar a la inmunidad porque entonces entregaríamos nuestra libertad a un capullo artificial creado por la inquisición y mantenido por el terror.

Jaques Derrida, filósofo francés de origen argelino decía que lo propio de Europa era la inclinación a universalizar el humanismo. Si la viera ahora, recogida sobre sí misma y sin verdaderamente saber quien es ella, comprobaría que privada de la apertura humanista, Europa no es nada más que pasto seco en un verano ardiente.