Una de las cosas más maravillosas del mundo digital es que en él no existen fronteras.

Puedo estar escribiendo este texto en Chile para que se publique en un servidor de Estados Unidos y sea leído en España, al tiempo que ingreso a eBay de Reino Unido para para comprar un producto de Rusia, con el dinero que me pagaron por un trabajo free-lance para alguien en Japón, mientras miro por videochat desnudarse a una chica de Tailandia.

Si el adagio es que en internet nadie sabe que eres un perro, también nadie sabe dónde estás. Ni le interesa.

De ahí que aquel revuelo producido este jueves por la decisión de La Haya de declararse competente para estudiar la solicitud boliviana de negociar con nuestro país una salida al mar (que por cierto, tiene tanta gravedad como que el cura del barrio se sienta con la atribución de pedirme que arregle mis problemas con el vecino), sea no sólo irrelevante, sino absurda.

Y también algo penosa.

En Bolivia los niños aprenden desde la escuela sobre el abuso de Chile, que no sólo les quitó parte de su país, sino que los “encerró” en sus fronteras mediterráneas condenándolos al subdesarrollo. Para ellos, nosotros somos los únicos culpables de sus penurias, e incluso han adornado su país con murales y estatuas donde aseguran que algún día volverán al mar “matando rotos chilenos”.

Así no vamos a llegar a ninguna parte...

Así no vamos a llegar a ninguna parte...

Por su parte, en Chile nuestros niños aprenden que fueron Perú y Bolivia quienes trataron de pasarse de listos y que nosotros gloriosamente los vencimos gracias al sacrificio de Prat cuando la contienda era desigual. Por lo regular omitimos que eso también nos dio pábulo para arrasar Lima -saqueando su patrimonio, matando a sus hombres y violando sus mujeres- y a burlarnos a perpetuidad de ambos pueblos por considerarlos seres inferiores.

(Porque a los argentinos también les tenemos mala, pero a ellos se nos hace desafiarlos).

136 años han transcurrido y es vergonzoso lo poco que hemos avanzado… como humanos. Allí donde los europeos pudieron forjar una comunidad a sólo medio siglo de intentar estrangularse unos a otros, y donde los estadounidenses crearon una poderosa alianza con Japón tras ser atacados a mansalva -e incinerarles dos ciudades en represalia- nosotros ni siquiera sostenemos relaciones diplomáticas oficiales.

Si estamos así de estancados es porque tanto Chile como Bolivia seguimos mirándonos con la mentalidad del siglo XIX. Con la importancia del territorio físico. Con el crecimiento basado en la explotación de recursos naturales.

En el siglo XXI en cambio, en la era de la economía digital, poco importa tu nacionalidad, tu lugar de residencia o incluso si tienes una oficina donde trabajar. El valor lo tiene el conocimiento, la colaboración (como bien han demostrado los grupos Open Source que crearon algo tan poderoso como Linux, sobre el que hoy se basa el sistema Android de Google) y sobre todo que puedes tener éxito con la mezcla adecuada de ideas, pasión, tenacidad, talento e ingenio, incluso si sólo tienes tu garage para comenzar (¿HP, Amazon o Apple, anyone?).

He visto muchos argumentos sobre que no defender nuestro mar es olvidar el sacrificio de los chilenos que murieron en la Guerra del Pacífico. Pero, ¿a quién benefició realmente esa guerra? ¿No fue acaso una lucha en defensa de los intereses empresariales que -para variar- fue peleada por ciudadanos pobres a los que su resultado benefició en poco o nada? (irónicamente, sólo 24 años más tarde, el mismo Ejército chileno masacraría a quienes se quedaron trabajando en las salitreras de Iquique que habíamos ‘ganado’, mientras exigían condiciones laborales dignas).

Algo similar ocurre con nuestro muy sobrevalorado concepto de “soberanía“. Nuestros padres de la patria -O’Higgins, Carrera y Rodríguez- dieron su vida (en realidad, se mataron entre ellos) por lo que en la época en que vivieron era necesario hacer: independizarnos de un gobierno ejercido a 10.000 kilómetros de distancia por un sujeto cuya corona le había sido arrebatada por Napoleón y jamás había visitado nuestras tierras ni tenía interés en nuestras necesidades.

(Y les estamos tan agradecidos, que cada año nos dedicamos a hincharnos comiendo y tomando durante una semana en honor a ellos).

No era de extrañar que entonces anheláramos nuestra autodeterminación, pero hoy, con comunicaciones satelitales instantáneas, sociedades anónimas y outsourcing, poco importa desde dónde nos gobiernan. Cuando estuve en Aruba, le pregunté a un taxista si le molestaba ser súbdito de un país que se encontraba a 8.000 kilómetros de distancia. “No. Estamos muy bien con Holanda. Tengo pasaporte holandés, con él soy bien visto en cualquier parte del mundo, tengo beneficios para vivir y estamos a salvo de aquel loco del frente”.

(Se refería a Maduro en Venezuela, a sólo 26 kilómetros frente a la isla).

Francamente, a mí no me importaría volver a ser parte de un reino. Si me dan a elegir, quizá no de España. Creo que los ingleses son más convenientes. Dinamarca tampoco estaría mal si seguimos vitrineando. O quizá forjar una commonwealth con otras naciones, vecinas o no. Lamentablemente, la calidad de nuestros políticos y las abismantes diferencias en nuestras economías, hacen inviable una comunidad latinoamericana como la europea (que ya tiene bastantes problemas con los excesos pasados de Grecia).

Pónganle la bandera que quieran. Ya no es relevante.

¿Bolivia quiere mar? Honestamente, creo que eso es algo que deberían decidir los habitantes de las tierras que serían eventualmente cedidas (ariqueños, probablemente), no quienes vivimos a más de 1.000 kilómetros de distancia. Quizá le ayudaría a los bolivianos a convencerse de que los límites no están en una playa, sino en sus cabezas.

Quizá nos ayudaría a nosotros a no sentirnos tan grandes por tener una costa que, al paso que está siendo explotada y contaminada, tiene fecha de caducidad.

Jorge González lo expresó con increíble sabiduría cuando tenía apenas 20 años, y hablaba de cómo las grandes potencias “se sonríen cuando ven que tenemos veintitantas banderitas cada cual más orgullosa de su soberanía [qué tontería], dividir es debilitar“.

A medida que el transporte y las comunicaciones avanzan, el ser humano ha pasado de establecerse en tribus a ciudades, luego a naciones, hoy, tímidamente en comunidades y el próximo paso es inevitablemente una única sociedad globalizada.

¿Esta discusión sigue valiendo la pena?

Christian F. Leal Reyes
Periodista
Director de BioBioChile