Arturo Lucero, el Quijote que protege los molinos de agua de Larmahue

Arturo Lucero (C)
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Reconocido por la Unesco como Tesoro Humano Vivo, este hombre que sólo cursó estudios hasta séptimo básico levantará próximamente un taller con aportes de INDAP para cuidar este importante patrimonio de la Región de O’Higgins.

Arturo Lucero Zamora (63), nacido y criado en Larmahue, un poblado ubicado a 77 kilómetros al sur de Rancagua, en la comuna de Pichidegua, Región de O’Higgins, tiene un oficio muy singular y que le valió ser reconocido por la Unesco, en 2014, como Tesoro Humano Vivo (THV): Es el único constructor y reparador de azudas, ruedas o molinos de agua, un elemento icónico e identitario de esa zona.

Esta distinción, que es implementada en Chile por el Consejo de la Cultura, reconoce a los individuos y las comunidades que preservan el patrimonio cultural inmaterial de un territorio. Desde su instauración han sido reconocidos 32 THV, cultores de saberes tradicionales de distintos rincones de nuestro país.

El 10 de agosto de 1998, 17 molinos de agua de los aproximadamente 40 que existen en Larmahue fueron declarados patrimonio cultural. Todos datan de comienzos del siglo pasado, son la marca registrada de este pequeño poblado, que tiene una sola calle larga, y se han convertido en una visita obligada para los turistas que recorren esa zona rural. En 2002, las ruedas fueron incluidas en la lista del patrimonio mundial en peligro por la World Monuments Fund, por su deterioro, tras lo cual varias sufrieron graves daños por el terremoto del 27-F.

Para este hombre, haber sido distinguido por la Unesco es motivo de “un tremendo orgullo”, ya que -dice- “soy una persona que sólo llegó hasta séptimo básico”. Por eso, se siente una suerte de Quijote que, a diferencia del hidalgo personaje de Miguel de Cervantes, que luchaba contra los molinos de viento, está para defender los molinos de agua de la tierra que lo vio nacer.

Las ruedas, de entre 5 y 8 metros, comenzaron a ser construidas a partir de 1930 como un sistema para regar las tierras. Mediante este sistema hidráulico ubicado en los cauces de los ríos y canales, el agua se subía hasta la altura necesaria para después ser arrojada hacia los campos circundantes de secano.

Don Arturo ha sido el gran responsable de que esta tradición no caiga en el olvido. El oficio -cuenta- lo aprendió siendo apenas un niño: “Hacía la cimarra para mirar cómo los maestros construían las ruedas. Así fui aprendiendo poco a poco, grabándomelo todo bien en la cabeza, hasta que me atreví a fabricar la primera de las muchas que he construido a lo largo de mi vida”.

Comenta que las ruedas no son sólo una atracción turística: “Tienen su sentido, porque de allí se extrae el agua necesaria para la agricultura y son los propietarios de la tierra los que las necesitan para sus cultivos”.

En promedio, las ruedas no duran más de 7 u 8 años y se hace necesario reponerlas, cambiar las tablas que se van deteriorando: “La madera de roble que se usa cuesta cara, además que tiene otros costos como el transporte, ya que sólo se consigue de buena calidad en el sur del país”.

Don Arturo ha hecho molinos a tamaño real en diferentes rincones del país (Curicó, Santiago, Isla de Maipo, Palmilla) y como adorno para particulares. Si fuera por él, los haría en todo Chile, porque afirma que son parte de la historia agrícola de la zona central del país. Y como debe sobrevivir, también fabrica réplicas a pequeña escala, siempre con madera de roble, las que vende a partir de los 15 mil pesos.

Don Arturo es casado con Ana María Celestina Zamorano Toro, quien se dedica a hacer artesanías con hojas de choclo. Tuvieron tres hijos, pero “todos volaron” y ninguno se quedó en el campo. Los dos mayores, de 30 y 27, trabajan hoy en la Vega Central de Santiago, y el menor, de 20, hizo su servicio militar obligatorio y decidió seguir en la institución armada.

Uno de sus máximos anhelos de este campesino es enseñar los secretos de su oficio a las nuevas generaciones, para que las azudas, que cada octubre tienen su fiesta costumbrista, no se extingan y queden en el olvido. Para eso, próximamente levantará un pequeño taller con aportes del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), del cual es usuario. “Sólo espero que el municipio me apoye en esta cruzada y que haya gente interesada en proteger nuestro patrimonio”, apunta.

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Reconocido por la Unesco como Tesoro Humano Vivo, este hombre que sólo cursó estudios hasta séptimo básico levantará próximamente un taller con aportes de INDAP para cuidar este importante patrimonio de la Región de O’Higgins.

Arturo Lucero Zamora (63), nacido y criado en Larmahue, un poblado ubicado a 77 kilómetros al sur de Rancagua, en la comuna de Pichidegua, Región de O’Higgins, tiene un oficio muy singular y que le valió ser reconocido por la Unesco, en 2014, como Tesoro Humano Vivo (THV): Es el único constructor y reparador de azudas, ruedas o molinos de agua, un elemento icónico e identitario de esa zona.

Esta distinción, que es implementada en Chile por el Consejo de la Cultura, reconoce a los individuos y las comunidades que preservan el patrimonio cultural inmaterial de un territorio. Desde su instauración han sido reconocidos 32 THV, cultores de saberes tradicionales de distintos rincones de nuestro país.

El 10 de agosto de 1998, 17 molinos de agua de los aproximadamente 40 que existen en Larmahue fueron declarados patrimonio cultural. Todos datan de comienzos del siglo pasado, son la marca registrada de este pequeño poblado, que tiene una sola calle larga, y se han convertido en una visita obligada para los turistas que recorren esa zona rural. En 2002, las ruedas fueron incluidas en la lista del patrimonio mundial en peligro por la World Monuments Fund, por su deterioro, tras lo cual varias sufrieron graves daños por el terremoto del 27-F.

Para este hombre, haber sido distinguido por la Unesco es motivo de “un tremendo orgullo”, ya que -dice- “soy una persona que sólo llegó hasta séptimo básico”. Por eso, se siente una suerte de Quijote que, a diferencia del hidalgo personaje de Miguel de Cervantes, que luchaba contra los molinos de viento, está para defender los molinos de agua de la tierra que lo vio nacer.

Las ruedas, de entre 5 y 8 metros, comenzaron a ser construidas a partir de 1930 como un sistema para regar las tierras. Mediante este sistema hidráulico ubicado en los cauces de los ríos y canales, el agua se subía hasta la altura necesaria para después ser arrojada hacia los campos circundantes de secano.

Don Arturo ha sido el gran responsable de que esta tradición no caiga en el olvido. El oficio -cuenta- lo aprendió siendo apenas un niño: “Hacía la cimarra para mirar cómo los maestros construían las ruedas. Así fui aprendiendo poco a poco, grabándomelo todo bien en la cabeza, hasta que me atreví a fabricar la primera de las muchas que he construido a lo largo de mi vida”.

Comenta que las ruedas no son sólo una atracción turística: “Tienen su sentido, porque de allí se extrae el agua necesaria para la agricultura y son los propietarios de la tierra los que las necesitan para sus cultivos”.

En promedio, las ruedas no duran más de 7 u 8 años y se hace necesario reponerlas, cambiar las tablas que se van deteriorando: “La madera de roble que se usa cuesta cara, además que tiene otros costos como el transporte, ya que sólo se consigue de buena calidad en el sur del país”.

Don Arturo ha hecho molinos a tamaño real en diferentes rincones del país (Curicó, Santiago, Isla de Maipo, Palmilla) y como adorno para particulares. Si fuera por él, los haría en todo Chile, porque afirma que son parte de la historia agrícola de la zona central del país. Y como debe sobrevivir, también fabrica réplicas a pequeña escala, siempre con madera de roble, las que vende a partir de los 15 mil pesos.

Don Arturo es casado con Ana María Celestina Zamorano Toro, quien se dedica a hacer artesanías con hojas de choclo. Tuvieron tres hijos, pero “todos volaron” y ninguno se quedó en el campo. Los dos mayores, de 30 y 27, trabajan hoy en la Vega Central de Santiago, y el menor, de 20, hizo su servicio militar obligatorio y decidió seguir en la institución armada.

Uno de sus máximos anhelos de este campesino es enseñar los secretos de su oficio a las nuevas generaciones, para que las azudas, que cada octubre tienen su fiesta costumbrista, no se extingan y queden en el olvido. Para eso, próximamente levantará un pequeño taller con aportes del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), del cual es usuario. “Sólo espero que el municipio me apoye en esta cruzada y que haya gente interesada en proteger nuestro patrimonio”, apunta.