Terremotos, huracanes y aluviones destruyen mucho a su paso, son desastres que concentran la atención de todos y que difícilmente son olvidados. Sin embargo, la naturaleza tiene peores azotes que trabajan de manera silenciosa e indiferente.

Es el caso del óxido, una de las aflicciones más destructivas del mundo moderno. Se trata de “un fastidio constante, como un enjambre de mosquitos”, aseguró Jonathan Waldman, quien ha dedicado buena parte de su vida al estudio de este mal.

Waldman es autor de un libro al respecto, Óxido: la guerra más larga, donde asegura que lo más difícil de este combate es que el rival nunca muere, siempre vuelve.

Jonathan desarrolla asesorías para el combate de esta molestia y algunos de sus principales clientes son el ejército y la armada de los Estados Unidos, sectores donde los gastos para enfrentar al óxido llegan a US$20.000 millones al año, según asegura el medio británico BBC.

El óxido llega a impedir el vuelo de los F-16 e impide la correcta detonación de bombas extremadamente costosas. Por eso Estados Unidos cuenta con un alto funcionario del óxido: el zar de la corrosión del Pentágono, Daniel J. Dunmire, quien está sólo dos cargos por debajo del secretario de Defensa. “¡No tenía ni idea de que existiera ese cargo! No sabía que había alguien a nivel nacional luchando contra el óxido”, aseguró Waldaman.

Julen (CC) Flickr

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La cifra más decidora es que Estados Unidos gasta US$437.000 millones al año combatiendo al óxido -el 3% de su PIB- más de lo que cuestan todos los desastres nacionales juntos.

Sin perjuicio de lo dicho, no es necesario mirar tan lejos para ver los daños que puede causar el óxido, ya que en todo el mundo usamos más hierro por persona que en cualquier otro momento de la historia, cada elemento que es formado y creado por el humano se expone a esta prueba de la naturaleza.

Puentes, edificios, autos, bicicletas y una serie de artilugios de uso diario se exponen a esta batalla que no pueden ganar sin la colaboración humana que supone un correcto mantenimiento y la elección de pinturas o materiales menos propensos al óxido en los casos que se pueda.

Waldman advierte de que a pesar de vivir en una era moderna los viejos problemas no desaparecen automáticamente y que todos los avances científicos y tecnológicos no han impedido la victoria del óxido, sólo han logrado retrasar sus efectos.