El maestro Hou ha encontrado la alegría de vivir. En una bulliciosa China, este ermitaño vive feliz en su cabaña en la ladera de un monte sin calefacción ni electricidad y comiendo principalmente col.

“No hay un camino más feliz en esta tierra”, asegura en equilibrio sobre su taburete de madera colocado fuera de su espartano refugio de muros de adobe.

Cuando cientos de millones de chinos se han marchado a vivir a hacinadas ciudades para participar del boom económico de las últimas décadas, otros le dieron la espalda y optaron por la soledad de los anacoretas.

Esta elección hunde sus raíces en una tradición ancestral, que curiosamente regresa ahora cuando China lleva a cabo un gran avance en la modernidad.

Cientos de pequeñas cabañas salpican las laderas de las montañas Zhongnan en la China central, donde los adeptos a las tradiciones budistas y taoístas locales tenían la costumbre de aislarse del mundo.

“Las montañas Zhongnan tienen una atracción especial”, explica un sonriente Hou vestido con una larga túnica negra.

Tras crecer en Zhuhai, una de estas bulliciosas ciudades de la costa meridional, se instaló hace casi 10 años en estos montes, donde sus jornadas están consagradas completamente a la meditación con pausas para cortar madera y recolectar verduras.

“Las ciudades son lugares agitados para vivir. Aquí, podemos encontrar la felicidad interior”, asegura Hou. “Ahora, estoy feliz de estar solo”.

“Como el opio”

La temperatura en invierno cae hasta menos 20 grados y en verano las serpientes venenosas se esconden entre las rocas, pero este lugar atrae a cada vez más chinos desencantados con el materialismo.

Hou, quien aparenta unos 40 años -los taoístas no revelan su edad, según él- cuenta desde hace poco con dos novicios.

Wang Gaofeng, de 26 años y con la barba menos frondosa que su maestro, asegura que abandonó su trabajo de manager en los ferrocarriles.

“Mirar la televisión y jugar a videojuegos es estimulante durante un momento, como el opio. Pero este tipo de placer es pasajero”, dice mientras come su col hervida.

Imposible encontrar una conducta individual más alejada del colectivismo absoluto impuesto a los chinos no hace mucho tiempo durante la época maoísta.

Pero los actuales ascetas recorren el mismo camino que sus ancestros. El taoísmo -corriente filosófico-religiosa de unos 2.500 años de antigüedad- pregona el seguimiento del “Camino” (Tao), considerado durante mucho tiempo como un regreso a la naturaleza.

Los gobernantes han solicitado a menudo, en algunos períodos de la Historia, a los eremitas chinos, a diferencia de sus homólogos occidentales.

“Los anacoretas han jugado un papel político, han ayudado a la sociedad a avanzar manteniendo a su vez las ideas de antaño”, asegura Zhang Jianfeng, fundador de una revista taoísta y ermitaño “de temporada” en la montaña.

La llegada al poder del Partido Comunista en 1949 y las recurrentes campañas de persecución religiosa pusieron fin a esta tradición.

Setas venenosas

No obstante, los expertos calculan en varios cientos los anacoretas que consiguieron sobrevivir en las montañas. Algunos de ellos incluso ignoraban que los comunistas dirigían el país.

Desde la flexibilización de las políticas antirreligiosas en los años 1980, su número aumentó y “muy rápidamente” estos últimos años, según Zhang Jianfeng, para quien muchas personas se van a vivir “a ciegas a las montañas”.

“Hay incidentes cada año, algunos comen setas venenosas, otros mueren de frío (…) Algunas personas carecen de sentido común”.

El regreso de los eremitas se atribuye a menudo a la influencia del escritor estadounidense Bill Porter. Su primer libro basado en su propia experiencia fue un fracaso comercial en Estados Unidos, pero su traducción fue un éxito en China.

“En los años 1980, nadie prestaba atención a los ermitaños, porque todo el mundo podía ganar dinero y mejorar su nivel de vida”, explica por teléfono el escritor.

Pero más de dos décadas de crecimiento desenfrenado han creado una clase media que, en parte, cuestiona actualmente los valores materialistas.

Anorak rosa

En las montañas Zhongnan, una decena de jóvenes experimentan la vida en un campamento improvisado para probar sus aspiraciones al ascetismo, aunque con electricidad y DVD para empezar.

A sus 38 años, Liu Jingchong abandonó Cantón, la gran metrópolis del sur, y un empleo lucrativo para prepararse para una vida solitaria.

“Tenía la sensación de que mi vida daba vueltas en círculo: encontrar un mejor coche, un mejor trabajo, una mejor novia, pero sin nunca conducir a nada”, dice sentado con las piernas cruzadas sobre un cojín.

Más de la mitad de los ermitaños a su alrededor son mujeres, como Li Yunqi, de 26 años, quien acaba de pasar varias semanas de retiro.

“Vengo aquí por la paz interior y para escapar del ruido de la ciudad”, dice arropada por su anorak rosa y jugando con su smartphone en un vehículo todoterreno, que la lleva de vuelta dando tumbos hacia la civilización.