Censura, intimidación y agresiones: las amenazas siguen vigentes para los periodistas en Colombia, a pesar del proceso de paz para poner fin a un conflicto armado de medio siglo.

“Fui víctima de tres tentativas de atentados”, dice a la AFP Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, que hace un seguimiento de las negociaciones que el gobierno adelanta desde hace dos años con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC, comunistas).

Este treintañero ennumera, con asombrosa calma, una intrusión en su domicilio, un atentado con bomba frustrado en su coche y un intento de asesinato en un hotel.

“La primera vez, había gente en mi casa, robaron el computador. Un vecino me advertió con un grito. Me imagino que me hubieran matado si no”, cuenta.

Imposible tomar un café en la esquina o ir a un centro comercial: a pesar de una vida privada difícil, este periodista, protegido por guardaespaldas, se niega a renunciar a su lucha por el derecho a informar.

La Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), principal organización de defensa de los periodistas en Colombia, ha contabilizado unos 142 asesinatos de periodistas desde 1977.

Sólo en 2014, esta asociación registra dos muertos y 120 violaciones de los derechos humanos, ataques que afectan a uno de cada 10 periodistas.

“Eso produce un fenómeno de autocensura. Ante los riesgos de abordar ciertos temas, los periodistas dejan de hablar de ellos”, señala Pedro Vaca, director de la FLIP.

Las amenazas son tan diversas como los protagonistas del conflicto: guerrilleros, paramilitares de extrema derecha, agentes del Estado y bandas de narcotraficantes.

Esta semana, la banda criminal “Águilas Negras”, integrada por exparamilitares, lanzó amenazas de muerte a dos canales de televisión, Canal Capital y Telesur, acusándolos de servir de “caja de resonancia al proceso de paz”.

“Fiscales abrumados”

En 2013, agentes de la Unidad Nacional de Protección (UNP) garantizaron la seguridad de 112 periodistas.

Paula Gaviria, directora de la Unidad de Atención y Reparación Integral a Víctimas (UARIV), otra entidad pública que atiende a los afectados por el conflicto interno, reconoció que “el trabajo de los periodistas está desconsiderado por la sociedad”. Su organismo dedica cerca del 8% de su presupuesto a periodistas agredidos.

Otra preocupación permanente es que las investigaciones no avanzan y muchos casos prescriben. Según el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), una ONG con sede en Nueva York, Colombia es el quinto país del mundo en número de asesinatos de periodistas que quedan impunes.

“La justicia no funciona en todos los niveles”, dijo Fabiola León, representante en Colombia de Reporteros sin Fronteras (RSF), quien deplora las “amenazas recurrentes”.

“Encontramos problemas de materiales probatorios porque investigamos sobre investigaciones viejas”, admite Gina Carbacas, funcionaria de la Fiscalía, que hace dos años emitió una misiva clasificando como prioritarios los casos de periodistas.

“Los fiscales locales están abrumados con el trabajo, pueden tener más de mil casos al mismo tiempo. A menudo, el móvil está mal explotado. Si el periodista tenía deudas y estaba investigando la corrupción local, los investigadores toman la primera hipótesis: lo mataron porque debía dinero”, explica Carbacas.

Uno de los casos más emblemáticos sigue siendo el de Jaime Garzón, un famoso periodista y humorista asesinado en 1999, cuyo rostro a menudo aparece en carteles durante actos de conmemoración de las víctimas.

Fue necesaria una investigación paralela de la fundación Contravía, que promovueve los derechos humanos, para demostrar la implicación de miembros del DAS, el desaparecido servicio de inteligencia colombiano.

“En Colombia, la falta de memoria es una cualidad”, exclama con amarga ironía Hollman Morris, director de Contravía.

En el escalafón de libertad de expresión publicado en febrero por RSF, Colombia aparece en el puesto 126 de 180 países encuestados, justo por delante de México y Cuba.