El ex presidente Hosni Mubarak, que dirigió Egipto durante 30 años con mano de hierro hasta ser derrocado por una revuelta popular en 2011, fue en gran parte rehabilitado por la justicia, que desestimó las acusaciones más graves que pesaban contra él.

Otrora adulado en el extranjero y temido en su país, Mubarak no pudo impedir la embestida de la indignación popular durante la Primavera Árabe en febrero de 2011.

Las protestas populares, que duraron 18 días, sufrieron una sangrienta represión que dejó cerca de 850 muertos.

Derrotado y casi dado por muerto, Mubarak, 86 años, que se encuentra detenido desde 2011, esbozó una discreta sonrisa cuando el juez anunció que se abandonaban las acusaciones de complicidad en la muerte de los manifestantes y se lo absolvía de los cargos de corrupción.

El expresidente, no obstante, seguirá en prisión en un hospital militar del Cairo para cumplir una condena de tres años por otro caso de corrupción.

A su llegada al poder en 1981, tras el asesinato de su predecesor Anuar el Sadat a manos de islamistas, pocos apostaron por la permanencia en el poder de este hombre sin gran carisma.

Nacido el 4 de mayo de 1928 en una familia de la pequeña burguesía rural del delta del Nilo, Mohamed Hosni Mubarak escaló puestos en la jerarquía militar hasta llegar a comandante en jefe de la Fuerza Aérea y fue nombrado vicepresidente en abril de 1975.

Cerca de Occidente, lejos de su pueblo

Su alianza con Estados Unidos y el mantenimiento contra viento y marea de los acuerdos de paz firmados en 1979 con Israel, que le habían costado la vida a Sadat, le dieron la reputación de moderado y el favor en Occidente.

Con su silueta maciza, su cabellera eternamente negra, inmune al paso del tiempo, y su mirada a menudo oculta bajo lentes de sol, Mubarak se convirtió con los años en una figura familiar de los cónclaves internacionales.

Pese a dar una proyección de hombre pragmático, su imagen se fue erosionando por la falta de contacto con su pueblo y por una reputación de orgullo sin límites.

Un temible aparato policial y un partido a su servicio lo apuntalaron en el poder pero lo alejaron de los egipcios.

Pese a su oposición férrea al islamismo radical inspirado en Al Qaida, no logró impedir el fortalecimiento de un islam tradicionalista inspirado por el influyente movimiento de los Hermanos Musulmanes.

Esa cofradía fue la gran vencedora de las elecciones que se celebraron tras su caída, las primeras libres en Egipto, aunque eso no bastó para pacificar al país, y su sucesor, Mohamed Mursi, fue derrocado por los militares en julio de 2013.

Las políticas de apertura económica de los últimos años de su presidencia, en los que Mubarak se convirtió en un liberal convencido, Egipto despuntó económicamente, pero las desigualdades también se acentuaron, así como el descontento social y la corrupción, otro mal endémico del país en las últimas décadas.

Durante su larga carrera, Hosni Mubarak escapó por lo menos a seis intentos de asesinato y el estado de emergencia rigió a lo largo de todo su mandato.

Desde que se apartó del poder, su estado de salud ha dado pie a numerosas conjeturas e informaciones contradictorias, con presuntos diagnósticos de depresión aguda, cáncer, accidentes cardíacos o problemas respiratorios.

El exjefe de Estado fue incluso declarado “clínicamente muerto” en 2012 por la agencia oficial Mena.

Desde el inicio del proceso judicial por su papel en la represión de la revuelta de 2011 siempre ha asegurado que no tuvo nada que ver en la muerte de los manifestantes.

“Ahora que mi vida se acerca a su final, gracias a Dios tengo la conciencia tranquila”, aseguró el exrais en agosto.

Casado con Suzanne Thabet, quien también ejerció una gran influencia en su entorno, Mubarak tiene dos hijos, Alaa y Gamal, que, juzgados junto a su padre, acaban de ser absueltos de cargos de corrupción por la prescripción del delito.