La Alemania de entre guerras fue testigo de uno de los primeros episodios de hiperinflación de los que se tiene registro. Entre los años 1921 y 1923 el Índice de Precios al por Mayor subió en promedio un 98% mensual. La desvalorización de la moneda fue tal que resultaba más barato calentar un hogar literalmente quemando dinero que usándolo para comprar combustible, como consta en registros fotográficos fácilmente disponibles en internet.

La hiperinflación alemana, como toda hiperinflación, tenía su origen en la impresión desmedida de dinero por parte del poder ejecutivo con el objeto de financiar el gasto fiscal. Así, los alemanes aprendieron que incluso sabiendo el daño que significa para la economía la hiperinflación, el gobierno no podía creíblemente comprometerse a recortar la emisión de dinero, ya que enfrentado a la disyuntiva de recortar gasto, subir los impuestos o imprimir más dinero, ésta última alternativa era simplemente demasiado atractiva políticamente.

Por ello, reconociendo que la inestabilidad de su moneda no tenía un origen técnico sino que político, en 1923 los alemanes crearon un Banco Central independiente que eliminaría la posibilidad de seguir financiando el gasto corriente con emisión de dinero.

La historia de los sistemas previsionales de reparto durante los últimos años es similar a la del sistema monetario alemán. Al igual que éste, el colapso vivido por varios de los sistemas de reparto europeos no encuentra su origen en razones técnicas sino políticas. Si producto del aumento de la expectativa de vida o la caída en la fertilidad se anticipa que el sistema caerá en la insolvencia (no será capaz de financiar las pensiones de los jubilados en los términos que se había prometido), entonces basta con modificar algunos parámetros para aumentar sus ingresos o disminuir sus gastos, y devolverlo a una senda financieramente estable.

Las alternativas son varias: bajar la tasa de reemplazo, incrementar la edad de jubilación, aumentar los aportes de los trabajadores. Sin embargo, como se mencionó antes, el fracaso de estos sistemas se debe a causas políticas, no técnicas.

El problema es que cualquier medida que el ejecutivo pueda adoptar para devolverle la estabilidad al sistema de reparto exige tomar una decisión impopular. Los trabajadores quieren hacer aportes menores, los jubilados quieren recibir mejores pensiones, todos quieren jubilar lo antes posible, y los políticos quieren ganar elecciones.

Luego, para estos últimos, adoptar las medidas necesarias para rescatar el sistema supone un costo político inmenso, que no están dispuestos a pagar. Les resulta mucho más conveniente dejar las cosas como están y heredarle el problema a los futuros gobernantes. Estrategia que mantienen sucesivas administraciones hasta que la situación se vuelve insostenible y el sistema de reparto es simplemente incapaz de recaudar los recursos necesarios para financiar las pensiones prometidas. Ello, en última instancia, resulta en malestar social, inestabilidad política, más pobreza, e incluso violencia.

Las experiencias recientes en torno al sistema de reparto nos fuerzan a reconocer que éste es simplemente insostenible políticamente. No es que los políticos sean ineptos o malas personas. Para nada. Es simplemente que la estabilidad del sistema dependen de que un grupo de personas, los políticos, actúen sistemáticamente en contra de sus propios intereses.

Sin duda, un supuesto poco realista, cuya constatación llevó a Alemania, y a la mayor parte de la profesión económica, a desechar la idea que el poder ejecutivo tenga control de la política monetaria y apoyar la idea de un Banco Central independiente.

Nuestro actual sistema de capitalización individual, con todas sus falencias y bemoles, que sin duda pueden y deben ser mejoradas, garantiza la solvencia y estabilidad económica. Sería un error reemplazarlo por otro sistema demostradamente peor.

Francisco Garrido, economista y columnista de Cientochenta.