La ceguera y los errores de las potencias europeas tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, desencadenaron una guerra que barrió con el viejo orden mundial.

Los dirigentes europeos pensaron hasta último momento que podrían evitar un conflicto generalizado, como ya lo habían hecho en los Balcanes o en Marruecos.

Pero, más o menos conscientemente, en ese verano de 1914 cada país temía una agresión y desconfiaba más que nunca de los demás. Tampoco ayudó la existencia de un rígido sistema de alianzas de bloques.

Sólo faltaba una chispa para provocar el gran incendio.

Esa chispa la encendió el 28 de junio el estudiante nacionalista serbobosnio Gavrilo Princip, autor de los disparos que acabaron con la vida del heredero del imperio austrohúngaro.

La prensa europea se hizo eco ampliamente del atentado, pero este nuevo sobresalto balcánico no preocupó demasiado a la opinión pública, sobre todo si se tiene en cuenta que la primera reacción de Viena parecía más bien moderada.

Austria, que acusaba desde hacía tiempo a Serbia de apoyar a los nacionalistas eslavos del Imperio, tras varios días de reflexión decidirá invocar el incidente para restablecer su autoridad en la región y dar una lección a su díscolo vecino.

El 5 de julio, cuando los aliados ruso y francés de Serbia, conscientes de una posible escalada, pedían prudencia a Belgrado, Alemania dio en secreto su apoyo incondicional a un memorando que le había presentado su aliado austriaco sobre la necesidad de eliminar el poderío serbio en los Balcanes.

Este “cheque en blanco” de Berlín convenció a Viena de que lo mejor era la vía militar contra Belgrado, pese al riesgo de que Rusia saliera en defensa de su protegido eslavo. Es “un salto a lo desconocido”, declaró entonces el canciller alemán Bethmann-Hollweg a su entorno.

En un intento de contener el conflicto, Alemania instó a su aliado austriaco a actuar rápidamente, en la estela de oleada de reprobación procedente de todas las capitales tras el atentado.

Pero Viena tardaría diez días en pergeñar una estrategia, y después esperaría aún la conclusión de la visita del presidente francés Raymond Poincaré a Rusia, los días 21 y 22 de julio, con la idea de complicar una eventual concertación francorrusa antes de dar el siguiente paso.

Por ello hubo que esperar al 23 de junio, casi un mes después del atentado, para que Viena diera a Serbia un ultimátum.

“Aunque no se había olvidado el atentado de Serajevo, muchos lo habían archivado”, dice el historiador Jean-Jacques Becker.

El presidente Poincaré viajaba tranquilamente a Francia a bordo de un barco de la Marina nacional, y escribió en su diario: “Travesía agradable”.

Viena dio un ultimátum difícil de aceptar, con el fin de tener un pretexto para llevar a cabo una acción militar contra Belgrado. Consciente de lo que estaba en juego e impelida a la moderación por París y Moscú, Serbia aceptaría nueve de los 10 puntos el 25 de julio.

El propio Guillermo II, partidario de dar una lección, consideró que Austria había obtenido lo que quería y no ya no había razones para la guerra.

Pero por razones poco claras, la opinión del káiser llegaría tarde a Viena, y mientras tanto, el jefe del Estado Mayor alemán Helmuth von Moltke empujó a su homólogo austriaco Franz Conrad von Hötzendorf a actuar, reiterándole el apoyo de Berlín.

Muchos historiadores consideran que el papel de Moltke, partidario declarado de una guerra preventiva contra Francia y Rusia, fue crucial en el inicio de la contienda.

Las cancillerías europeas se despertaron: Londres propuso el 26 de julio una conferencia internacional con Francia, Italia y Alemania. El mismo día, Berlín pidió a Francia -que mostró una pasividad sorprendente durante toda la crisis de julio- que presionase a Rusia para que no interviniera. París aceptó a condición de que Berlín hiciera otro tanto con Austria, lo que Alemania rechazó.

Una “fatalidad” planea sobre Europa

El canciller Bethmann-Hollweg parecía resignado a una guerra total: “Una fatalidad más fuerte que el poder del hombre planea sobre Europa y sobre el pueblo alemán”, escribió el 27 de julio.

El 28, Austria declaró la guerra a Serbia y bombardeó Belgrado. Todo se aceleró.

Al día siguiente, Guillermo II inició un diálogo directo con Nicolás II. Ambos se pedían que renunciaran a movilizar sus fuerzas para frenar la escalada. Pero su intercambio de mensajes, a veces un surrealistas, no dio ningún resultado.

El 30, pese a la advertencia de los alemanes, Rusia, que quería disuadir a Viena de proseguir su ataque contra Serbia, decretó la movilización general sin tomarse la molestia de consultar con Francia, su aliada militar.

En cambio, París, en un gesto destinado a tranquilizar a Alemania, hizo retroceder sus tropas 10 km de las fronteras.

Pero al día siguiente, Austria-Hungría respondió a la movilización general rusa con una movilización similar.

Alemania hizo lo propio el 1 de agosto y le siguió Francia.

Poincaré proclamó entonces: la “movilización no es la guerra”. Pero el Estado Mayor alemán, obsesionado por el peligro de que la alianza francorrusa rodease Alemania, que consideró la movilización rusa como un motivo de guerra, obtuvo la luz verde del káiser para provocar un conflicto general, según un viejo plan: lanzar de entrada todas las fuerzas alemanas contra Francia para aplastarla en unas semanas, antes de dirigirlas a Rusia.

A las 19:00 del 1º de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia. El 3, entró en guerra contra Francia y las tropas alemanas invadieron Bélgica. Al día siguiente, Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania por violación de la neutralidad belga.

Había empezado la Primera Guerra Mundial. En cuatro años, dejaría diez millones de muertos y 20 millones de combatientes heridos, así como decenas de millones de víctimas civiles muertos, heridos o desplazados.