La semana pasada fui donde mi dentista. Una amiga me dio el dato y estoy infinitamente agradecida. He ido varias veces en los últimos 3 años y siempre ha sido un gusto. Además de que no cobra caro -mas bien barato- es amable, es dulce, es tan amorosa que casi me olvido del dolor. Aunque en realidad es tan suave para trabajar que ni dolor siento.

Al día siguiente me junté con una amiga y le comenté de mi dentista. Obviamente tras mi descripción me pidió de inmediato el teléfono de la consulta para pedir una hora.

Nos habíamos juntado a almorzar. El garzón era amable así que pensé “esta es mi semana de la suerte”. Y es que no todos los días uno se topa con personas amables. Lamentablemente.

Cuando llegó la hora de la cuenta el garzón -amablemente- me preguntó: “¿Desea agregar propina?”. Iba a decir que sí cuando me surgió una duda. Hice una mueca. En medio de mi abstracción -que duró varios segundos- escuché la voz de mi amiga: “Oye… hay que dejar propina, dale mil pesos y yo te paso la mitad”. Dudé. Pero el garzón y mi amiga me miraban insistentemente. Ella con cara de “me estás dejando en vergüenza”. Opté por la salida fácil y no económica: le dije que agregara la propina al total. Pagué con tarjeta de débito.

Al salir del restaurante vino el discurso de mi amiga: “¡Te pasaste! qué vergüenza… no querías dejar propina”. Y luego llegó mi reflexión.

Primero: yo no quería dejar propina… ¿Por qué dejé?
Segundo: ¿Por qué “tenía” que dejar propina?

Según dicta la “norma de cortesía” -hasta ahora es sólo eso- uno debería dejar propina en retribución a la amabilidad de garzón. Sí, el joven del restaurante lo había sido. Nos saludó cortésmente aludiendo a que el día estaba bonito, nos ofreció alternativas de menú y nos preguntó “si todo estaba bien” a mitad del almuerzo.

Según la “norma de cortesía” yo debía darle propina casi sin pensarlo. Pero cuando él me preguntó con una cordial sonrisa si deseaba agregarla a mi cuenta, me acordé de inmediato de mi dentista. Ella -quizás por genética, quizás por higiene- tiene una sonrisa envidiable: dientes blancos y parejitos. Ella también me trató amablemente, se acordaba perfectamente de mí. Comentamos del tiempo e incluso me dio un par de datos de cabañas que yo andaba buscando.

Me dio el mismo trato que el garzón con la diferencia que ella no me pidió propina. Ni yo tampoco pensé en dársela. Todo esto que cruzó por mi mente fue lo que me mantuvo abstraída de las miradas insistentes del garzón y de mi amiga.

¿Por qué al garzón uno le da propina -y ni siquiera lo piensa mucho- pero a una dentista jamás se nos ocurriría dejarle un par de lucas -o monedas- por su amabilidad?

Quizás alguien diga que lo ha pensado o que incluso lo ha hecho, pero francamente dudo que sea así.

Me imagino una escena: voy donde el fiscal que está trabajando en mi causa y es tan amable, se acuerda de mí y me desea un buen día así que le dejo $700 sobre su escritorio.

¿Por qué a los garzones sí les dejo propina y no hago lo mismo con mi dentista?

Se lo comenté a mi amiga quien de inmediato y sin dudar me contestó: “porque el garzón gana menos”.

- Pero yo no tengo la culpa -respondí
- Sí, pero… si uno sabe que el tipo no gana mucha plata qué cuesta dejarle una luca.
- ¿O sea que yo tengo que subsidiarlo?
- Contigo no se puede hablar – concluyó

Así que me puse a escribir.

Sé que suena muy violento pero yo no tengo la culpa de que gane poco. No creo ser quien deba subsidiarlo para pagar la micro (porque con la luca que le di apenas alcanza para eso). Yo no soy la responsable. Tiene un jefe, quien tiene la obligación legal de otorgarle condiciones laborales oṕtimas y la ética de darle un sueldo digno.

(Por favor, siga leyendo, y no me deje “hablando sola” como hizo mi “amiga”)

Ahora bien, no sé cuánto gana mi dentista, aunque asumo que será más que el garzón, pero eso no quita que uno pudiera eventualmente retribuir su amabilidad ¿o no? Pero ¿por qué nunca lo he hecho?

Respuestas pueden haber muchas, aunque me inclino por creer que de los llamados “profesionales” uno espera ciertas cosas o derechamente las asume, desde que sabe hablar hasta que es amable, pasando por una infinidad de cualidades. Incluso hay quienes hablan de la facha… “tiene pinta de abogado”, he escuchado varias veces.

Pero ¿y qué pasa con los no-profesionales? ¿no esperamos nada de ellos o esperamos muy poco?

Yo creo que hay que subir el nivel: no podemos asumir que el garzón sólo está ahí para traer un par de platos a la mesa. Yo soy más idealista: yo sueño con que la amabilidad sea parte del trabajo y que no haya que pagarle un extra para que me diga “buenas tardes”. La dentista me lo dijo y no le di propina. Ni siquiera lo pensé.

Por último: he sabido que en algunos restaurantes no les pagan sueldo a los garzones, sólo ganan las propinas… ¡Qué abuso!… pero, reitero, yo no tengo la culpa, y por eso no tengo por qué hacerme cargo.

Francisca Belén
Periodista Institucional en Concepción