Siempre, desde la antigüedad, se ha sabido que las personas, humanas o jurídicas, revelan su verdadera valía cuando enfrentan una gran adversidad. Eso, mientras luchan contra ella, y, más aún, cuando tienen que asumir con habilidad y dignidad una derrota.

Dicho en otras palabras, aquellos que se ponen histéricos de rabia o de miedo, no sólo son perdedores. Además son malos perdedores. Mire lo que pasó con el magnífico imperio de la Atenas de Pericles. Los ricos aristócratas, convencidos de que tenían el ejército más poderoso del mundo, decidieron enfrentarse a su rival Esparta, que tenía prestigio pero era más pobre y sólo podía movilizar ejércitos menores.

Los políticos atenienses, ensoberbecidos, comenzaron por lanzar guerras de dominio. Sobre todo una expedición contra Egipto, y luego otra contra Sicilia. Ambas guerras, además de innecesarias, fueron carísimas. En Egipto, tuvieron finalmente que retirarse, tratando de disimular su derrota.

Pero en Sicilia sí sufrieron una derrota inesperada. Miles de jóvenes atenienses perecieron en combate y muchos miles más fueron vendidos como esclavos. Esparta entonces convocó a otras naciones que habían sufrido la prepotencia de Atenas. Y, por supuesto, los atenienses sufrieron la derrota total que puso fin a la Guerra del Peloponeso. Cuando Atenas cayó en manos de sus enemigos, los aliados de Esparta pidieron que la ciudad fuese destruida por completo y que todos los atenienses fuesen reducidos a la esclavitud.

Pero los jefes espartanos y otros líderes vencedores se negaron a destruir a esa nación que había sido ejemplo de libertad, de justicia, de eficiencia y hasta de elegancia y hermosa manera de vivir, y que había combatido valientemente.

Fue así como se salvó Atenas, pese a la derrota y a la necia arrogancia de sus últimos líderes. Atenas supo perder y se ganó el respeto de los vencedores. Bueno, Atenas sigue existiendo en nuestros días, es la capital de Grecia, mientras que las ciudades de los vencedores ya son sólo vestigios arqueológicos.

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