A principios de febrero se iniciarán los trabajos para remozar esta impertinencia ubicada frente al Palacio de La Moneda: la Plaza de la Constitución.

Los trabajos contemplan arreglar mobiliario dañado, reponer los basureros que se retiraron en dictadura por razones de seguridad y, entre otros, se dejarán a nivel de peatón las calles circundantes, también las correspondientes a la Plaza de la Ciudadanía y la Plaza de las Fuerzas Armadas.

Fue hace 30 años que un joven arquitecto ganó el concurso más importante de la época: crear, donde había un gran estacionamiento, la Plaza de la Constitución. Un homenaje a la “carta magna” ideada por los equipos políticos –los “sostenedores políticos” del régimen-, elogio a la propiedad privada y “legitimada” en un plebiscito fraudulento, en el que no se dieron las condiciones mínimas y básicas de un proceso democrático.

Pero el proyecto de Cristián Undurraga va más allá de un buen diseño. Es un gran proyecto de arquitectura, bien diseñado en sus detalles, sus proporciones, que permite un buen funcionamiento… eficaz para una dictadura o, al menos, para gobiernos autoritarios sin consideraciones al carácter republicano que debiesen tener los espacios públicos de identidad nacional.

La Plaza de la Constitución es un lugar que promueve el paso, no el estar, salvo en los escasos bancos de su perimetro; que permite concentraciones pero menores (sólo un cuarto de la plaza puede ser usado de buena forma); que destaca por una escala poco humana, por ejemplo al poner elementos de la fachada del Palacio de La Moneda (la misma que nueve años antes habían bombardeado); donde los prados están a un nivel mucho más alto que los lugares destinados a las personas, reforzando la circulación y “fragmentando” la plaza; y donde dos corridas de mástiles, reforzando las diagonales, con grandes banderas refuerzan esta estética y diseño poco amables con los ciudadanos.

En síntesis, una muy buena arquitectura de y para la dictadura: un diseño “limpio”, higiénico, desescalado para los peatones, que evita las manifestaciones masivas, con esos mástiles coronados con cóndores –no águilas- acechantes. Un poco como la arquitectura nazi, pero no tan osada, no tan descomunal, más a la chilena.

Han pasado 40 años del Golpe de Estado y 30 desde que se diseñara esta plaza. Y ahí está. Presta a ser remozada. Porque hay que devolverle el esplendor a la mejor obra –no la más representativa, que para eso está la sede del Congreso en Valparaíso que, según dice la mitología, fue el propio Capitán General en persona quien lo eligió, pasando por sobre la opinión del jurado que habría escogido el segundo lugar; por cierto un muy buen proyecto- de la dictadura, sin cuestionamientos sobre su calidad, ni sobre su pertinencia. O más bien sobre su impertinencia. La impertinencia que frente al Palacio de Gobierno esté esta plaza tan poco democrática, cívica y ciudadana. No es que no puedan sobrevivir muestras de ese periodo, pero no parace sano que sea en un lugar tan importante y simbólico.

Ya habrá tiempo para detenerse sobre la Plaza de la Ciudadanía, obra del mismo arquitecto contratado por el mismo mandante –el Estado de Chile- pero con distinto administrador a la cabeza. Pero con resultados similares.