Crecí un país que se declaraba católico y que culturalmente moldeaba la manera de relacionarse con el mundo. Aprendí a sentir pena frente a la desgracia ajena, aprendí a juzgar las situaciones difíciles como terribles. Veo cotidianamente como nos llega a los labios, casi sin darnos cuenta, la frase del “pobrecito, que terrible lo que le sucede” evocando en nosotros la lástima.

Pero hay algo que perdimos de vista hace un tiempo: la dignidad del otro.

En nuestro país, sin duda, hay muchas situaciones de precariedad y vulnerabilidad. Hay personas que viven en contextos de pobreza, discapacitados, cesantes o damnificados, alcohólicos, drogadictos, niños o ancianos abandonados en hogares o en la calle, mujeres maltratadas… personas a las cuales deberíamos “ayudar”. Cada uno de ellos es víctima de situaciones vitales que no sólo no eligieron, sino de las cuales no pueden salir por sí solos, y que requieren de otros que les puedan ayudar a afrontarlas y solucionarlas.

Frente a esta realidad, existen muchas organizaciones que con un real espíritu de servicio, buscan salvar a quien está siendo víctima de alguna desgracia.

¿Y que hay de malo en todo esto? Aparentemente nada, sin embargo deja entrever una manera de relacionarnos entre nosotros. Hay uno que carece de algo, y otro que cuenta con los recursos -materiales, el conocimiento o la capacidad- para ayudar al otro.

Sin embargo, creo que esta es sólo una manera de ver al ser humano. Cuando miro al otro desde la lástima, de lo que no tiene, de lo que perdió, lo pongo en un lugar de inferioridad y por lógica yo me ubico en un lugar de poder. No logro mirar al otro desde la igualdad, desde los talentos con los que cuenta, del potencial personal, cultural o colectivo que posee. Sólo me permito ver su incapacidad y que junto con mi ayuda le regalo también el mensaje de “no confío en ti”, “no creo que tengas los recursos para hacer los cambios que necesitas hacer”.

Por eso el Estado o las instituciones generamos sistemas asistencialistas, que en mi opinión resuelven en parte el síntoma, tranquilizan la conciencia, pero no desarrollan en las personas la confianza en sí mismas, ni las capacidades personales y colectivas para hacerse cargo de crear las soluciones a sus dificultades.
¿Qué pasaría si cada uno de nosotros intentase mirar la vulnerabilidad propia y en las debilidades del otro reconocernos iguales?

¿Que pasaría si en vez de “ayudarte” te acompaño y me pongo a tu servicio? Si en vez de lástima te veo en la dignidad, en tu fuerza. Si en vez de verte en la carencia confío en tu potencial. Si en vez de darte la solución te acompaño a buscar nuevas alternativas. Si en vez de quejarme, trabajo en crear soluciones. Si soy capaz de ver en el otro mi propia fragilidad.

¿Qué pasaría si todos nos reconocemos en la necesidad de los otros y nos atrevemos a pedir?

Fundación Portas

Fundación Portas

El mundo está cambiando y por eso es tiempo de cambiar la mirada, y quizás hagamos las mismas cosas pero desde la construcción de una sociedad donde la solidaridad, entendida como la colaboración mutua, sea el sentimiento que nos mantenga unidos en todo momento, especialmente en los tiempos difíciles.

Ximena Calcagni González
Directora Ejecutiva de Fundación Portas

Sigue a Fundación Portas en Twitter desde @fundacionportas o en su sitio www.fundacionportas.cl