La sociedad ha cambiado mucho en 70 años. Si a mediados del siglo pasado la convivencia -sin haber pasado por el sagrado vínculo matrimonial- era mal vista e incluso causa de marginación social, hoy no sólo es algo corriente, sino buscado por los jóvenes, quienes muchas veces prefieren pasar un tiempo a prueba junto a sus parejas antes de comprometerse de por vida.

De hecho, sólo en Estados Unidos la convivencia se disparó un 1500% en ese lapso. Es decir, si en los años 60 se contaba a 450 mil parejas cohabitando sin haberse casado, en los albores del siglo XXI estas se incrementaron hasta los 7.5 millones. Y siguen creciendo.

Porque claro, ¿quién querría arriesgarse a un matrimonio “a ciegas”, sin saber lo que nos espera? Ese pensamiento queda claro en una encuesta llevada adelante por el National Marriage Project de EEUU, donde la mitad de los estudiantes universitarios consultados se manifestó de acuerdo con el concepto de que “Sólo me casaría con alguien con quien haya vivido primero, para saber si realmente nos llevaremos bien”.

Más aún, dos tercios de los veinteañeros indicaron que vivir juntos antes del matrimonio era la mejor forma de evitar un divorcio.

Pero… ¿qué pasaría si en la realidad sucediera justamente lo contrario? ¿Si cohabitar acabara siendo el peor error que pudiera cometer una pareja que buscara consolidar su relación?

Eso es lo que postula la psicóloga de la Universidad de Virginia y experta en relaciones de pareja, Meg Jay, quien lejos de recurrir a un reservorio de ideas conservadoras, cita argumentos sociológicos e incluso de teoría económica para advertir que si pretendes ir a vivir con tu media naranja, podrías estar cometiendo un gravísimo error.

Para ejemplificarlo, Jay narra en una columna publicada por el New York Times, el caso de de una paciente suya de 32 años a quien sólo identificó como Jennifer, y quien tras 4 años de convivencia con su novio, decidieron casarse en una boda soñada. Para su sorpresa, apenas un año después, ambos estaban buscando el divorcio.

“Creo que pasé más tiempo planeando mi matrimonio que el que estuve felizmente casada. Mis padres se casaron muy jóvenes y se supone que por eso se divorciaron, pero nosotros habíamos vivido juntos, entonces, ¿cómo pudo pasarnos esto?”, se lamentaba Jennifer.

La respuesta es el llamado “efecto de cohabitación“. Se trata de las consecuencias negativas que genera la convivencia indefinida con una persona, y la incapacidad de terminar una relación a medida que ambos se mantienen unidos por una serie de factores que no incluyen el afecto.

El principal problema es que gran parte de las parejas no llega a cohabitar de forma planificada, sino como algo que “sólo sucedió”. “Siempre nos quedábamos a dormir uno en la casa del otro. Como nos gustaba estar juntos, pensamos que sería más económico y conveniente. Fue una decisión rápida y si no funcionaba, también podíamos deshacerlo fácilmente”, explicaba Jennifer.

Pero en la práctica no es así, debido a un principio muy similar al utilizado en la promoción de productos tecnológicos: el “encierro” (lock-in). Al igual que una vez acostumbrados a un tipo de programa, computador o teléfono móvil nos cuesta abandonarlo para cambiarnos a otro totalmente distinto, la costumbre y el entorno lentamente nos van “encerrando” junto a la otra persona, haciendo cada vez más difícil la separación.

Así, las parejas se adormecen por la comodidad de compartir gastos, bienes comprados en conjunto, e incluso amigos y mascotas; todos elementos de los que cuesta desprenderse cuando parece evidente que una relación no funciona de la forma esperada.

“Me sentía como si estuviera en una audición permanente e interminable para ser su esposa. Teníamos muebles, teníamos nuestros perros y compartíamos con los mismos amigos. Era realmente muy, muy difícil terminar la relación. Entonces nos casamos sólo porque habíamos cumplido nuestros 30 años y seguíamos viviendo juntos”, admite Jennifer.

“He tenido otros pacientes que también desearían no haber pasado tanto tiempo de su época veinteañera hundidos en relaciones que sólo habrían durado meses de no haber estado viviendo juntos. Otros querían comprometerse con sus parejas, pero estaban confundidos respecto de cuán consciente había sido su elección. Basar relaciones en la ambigüedad o en la conveniencia puede interferir con el proceso de darnos cuenta si en verdad amamos a alguien”, explica Jay.

Y es que existe un factor negativo adicional a considerar. Esto porque mientras las mujeres -en su mayoría- suelen ver la convivencia como un paso hacia el matrimonio, los hombres suelen verlo como una forma de poner a prueba la relación o incluso de postergar el compromiso. Ambos sólo están de acuerdo en un factor: tienen menores expectativas para alguien con quien conviven que para alguien que podría ser su esposo o esposa.

¿QUÉ HACEMOS ENTONCES?…

Pero entonces, ¿cuál es la solución? No se trata de no convivir, sino de hacerlo de forma planificada y consciente, no algo que simplemente se dio. “Es importante conversar las motivaciones y el nivel de compromiso de cada persona de antemano. Aún mejor es ver la cohabitación como un paso intencionado, antes que una prueba conveniente, hacia el matrimonio o la convivencia estable”, postula Jay.

La psicóloga también aconseja evaluar de forma permanente cualquier tipo de elemento o restricción que pueda entorpecer el disolver una relación en caso de ser necesario, a fin de “evitar pasar mucho tiempo cometiendo un error”.

“Tal como decía uno de mis mentores: el mejor periodo para trabajar en un matrimonio es antes de tenerlo, y eso, en nuestros tiempos, significa antes de cohabitar con alguien”, concluye la profesional.