Uno de los momentos más duros en la vida es perder a un familiar cercano. Muchas veces aparecen sentimientos de injusticia frente al mundo o tendemos a no encontrarle sentido cuando la muerte es temprana, lo que algunas veces nos llena de rabia. Cuando es producto de un accidente, puede aparecer la culpa y los remordimientos frente a lo que se podría haber hecho de otra forma para evitar tal destino aciago.

¿Cómo lidiar con algo así? En este caso intentaré mostrar el proceso de un duelo, en el cual, con muy pocas intervenciones, pero con mucha paciencia y respeto, la paciente logró ir retomando su vida.

Por Jorge Silva Rodighiero.

María José (este caso es real, sin embargo, el nombre y algunos datos han sido cambiados para proteger la identidad de la persona referida en él, quien revisó y autorizó esta publicación) me pidió una hora por teléfono, explicándome que tenía problemas para dormir y que le habían recomendado una terapia. Al llegar a su primera sesión me explicó con una sonrisa que nunca ha dormido bien, por lo que desde hace años toma ciertas pastillas que un neurólogo le recetó para lograr conciliar el sueño. Siempre le habían hecho efecto, hasta hace tres meses que prácticamente no lograba dormir, aún doblando la dosis.

Cuando le pregunto por las causas que ella supone provocaron este cambio, me dice que “no ha pasado nada hace tres meses” y, por lo mismo, está sorprendida de que las pastillas hayan dejado de tener efecto.

Cuando empiezo a preguntarle por su familia, se pone a llorar desconsoladamente. Me cuenta que hace seis meses murió su marido de un paro cardíaco, y que todavía no se ha recuperado del impacto. Mientras me cuenta esto, pide perdón varias veces por llorar, diciéndome que ella sabe que “a estas alturas ya no me debería afectar tanto. Después de seis meses ya no es normal, ¿no?”.

Cuando me muestro extrañado por cómo llegó a esa idea, María José me cuenta que lo dicen sus hermanas, dos de las cuales son psicólogas. Me empieza a hablar sobre ellas y sus vidas, por lo que la interrumpo cortésmente y le pido que primero me cuente sobre lo que le sucedió a su esposo.

Javier era su marido desde hace casi treinta años. María José me cuenta que el gran placer de Javier era la comida que ella preparaba. “Siempre me han dicho que tengo mano de monja”, me explica, y comienza a enumerar todos los postres que le hacía prácticamente todos los días.

Un día sábado, después de comer a solas con su marido, éste sintió un fuerte dolor en el pecho y a pesar de que decidieron llamar de inmediato a una ambulancia, en la clínica no hubo nada que hacer y murió de un paro cardíaco.

Eran tantos los trámites que tenía que hacer, entre bancos, médicos y la funeraria, que el primer mes casi no pudo sentarse a llorar tranquila. Sus tres hijas, todas adultas e independientes, le pidieron que se encargase de todo porque ellas “estaban demasiado tristes para funcionar”.

Los dos meses siguientes sí pudo llorar tranquila. Cada noche al menos una de sus hijas la acompañaba a comer, y conversaban acerca de Javier. Pasado ese tiempo, sin embargo, sus hijas empezaron a aguantar menos su sufrimiento, diciéndole que ya había pasado la hora de sufrir, e indicándole que si no conversaban de otra cosa no seguirían yendo a comer.

Sin embargo María José seguía demasiado triste. Sobre todo porque se sentía culpable. “El paro cardíaco fue por el colesterol. Quizás si yo no lo hubiera consentido en todo, en hacerle esos postres todos los días… quizás seguiría vivo.” Me cuenta que en un control anterior el cardiólogo le había recomendado cambiar su dieta, pero “frente a los pucheros de Javier no podía negarme”.

Sin duda, la frase más impactante que me dijo en esa primera sesión, pero que volvería a repetir, era: “de alguna forma yo lo maté”.

Frente a este pensamiento, no parece nada de raro que María José siguiera sufriendo y teniendo problemas para dormir. Sin embargo, sus hermanas e hijas le repetían que un “duelo normal” no duraba más de seis meses, por lo que si la veían llorando se molestaban profundamente. Por lo mismo, el último tiempo había intentado que ellas no notasen que seguía sufriendo. Incluso había tenido que llorar a escondidas. “Cada vez que lavo aprovecho de llorar, el ruido de la máquina lo esconde”.

Cuando María José me preguntó si era normal seguir llorando, le indiqué que parecía que había mucho todavía por lo que llorar. Me dijo que lloraba “pensando en dónde estará ahora, pensando en qué podría haber hecho distinto, pensando si alguna vez lo volveré a ver.”

Comenzamos entonces a conversar de cada una de estas cosas. De cómo se imaginaba el lugar donde estaba su marido. De si efectivamente podría haber hecho algo distinto. De tantas cosas que hay que hablar cuando alguien muere de esa forma. Hayan pasado seis meses o no.

Muchas personas —y unos cuantos psicólogos— ven como negativo el dar espacio para hablar de la culpa en un caso como éste. Creen que hablar de ésta sólo la hará crecer. Sin embargo, es justamente todo lo contrario.

Hablar de la culpa, tener el espacio para examinar las ideas al respecto, sin que otro intente tranquilizarla con lugares comunes, es justamente la única forma en que este sentimiento vaya desapareciendo. La clave en este caso, como en la mayoría de los procesos de duelo, es tener paciencia y darle a la persona que sufre el espacio para hablar, las veces que sea necesario, de su dolor. No hay apuro, no hay plazos posibles si no se da esto.

Lo que sucede es que la muerte nos toca tan de cerca a todos, que muchas veces intentamos que el dolor pase rapidito, como por encima, para no tener que contactarnos tampoco nosotros con esa muerte que también nos ha tocado o nos tocará. Al igual que con la culpa, intentamos calmar al otro negándole la posibilidad de sentir de la forma en que está sintiendo. “¿Pero de qué te sientes culpable? ¡No seas tonta!”, le decían sus hijas, intentando calmar a su madre. Pero María José me contaba que la falta de comprensión de sus hijas sobre lo que ella estaba pasando era otra de las razones por las cuales lloraba.

Nos dedicamos entonces un buen número de sesiones a hablar de Javier, de los recuerdos que ella tenía con él, de la noche del paro cardíaco, de la culpa que sentía por sus postres. Sin apuro, y dándole permiso para examinar cada idea, por loca que le pareciese. A cada rato se excusaba por seguir sufriendo, y cada vez había que mostrarle que tenía todo el permiso para ello.

Poco a poco, empezó a preguntarse por su futuro, primero preocupada y triste, pero de todas formas, mirando hacia adelante. Era un cambio del discurso centrado en la muerte de su marido, a hablar del porvenir y de las cosas que soñaba hacer. Sin proponerlo explícitamente, y con sólo darle el espacio para desahogarse sin restricciones, María José hablaba menos de Javier, dormía más, y veía cómo la relación con sus hijas mejoraba.

La culpa también fue desapareciendo, algo que quedó manifiesto cuando me contó que había vuelto a hacer postres, esta vez para sus nietos. “Pero me preocuparé de hacerles cosas más saludables” me dijo una vez al terminar una sesión.

Cuando terminamos la terapia, María José estaba planificando un viaje con sus hijas, quienes estaban “felices de que la mamá piense positivo”. Ya no se sentía culpable, porque con calma pensó que, aunque Javier comía casi todos los días sus postres, también comía comida rápida todos los días en el trabajo, además de que nunca había hecho deporte, por más que ella lo invitase a hacer gimnasia. Una de las últimas cosas que me dijo sonriente fue: “qué tonta haber pensado que yo lo maté.”

No es de extrañar que sus problemas para dormir se acabasen, incluso pudiendo bajar la dosis de las pastillas recetadas por su neurólogo.

Jorge Silva Rodighiero, Psicólogo de la P. Universidad Católica de Chile | www.jorgesilva.cl | Puedes realizar tus consultas a la siguiente cuenta en Twitter @jorgesilvacl.