Todo indica que los seis meses de paralización del sistema educacional no tuvieron un impacto significativo en los resultados de la PSU. Algunas diferencias en los puntajes han sido explicadas por una mayor complejidad de la prueba y los promedios más bajos en algunos liceos emblemáticos alcanzan proporciones menores al 3%.

Un menor rendimiento de ese orden se compara como cantidad despreciable con el 60% estimado de clases perdidas. De este desacople se pueden extraer una interesante variedad de enseñanzas sobre la educación. En primer lugar, que no existe relación mayor entre la medición y lo que se aprende realmente en el colegio.

Quedó demostrado que es indiferente, desde el punto de vista de la evaluación, que los alumnos asistan a clases y se sometan a la educación formal. En otras palabras, mirada desde su prueba de evaluación, la educación escolar media es perfectamente inútil.

Los resultados de este año confirman la intuición de que la PSU responde a lógicas externas al sistema de la educación media y que operan como doble fantasma. El de un futuro aspiracional basado en la adivinación y formalización de competencias que los jóvenes deberían adquirir en la escuela y que facilitarían su adaptación y éxito universitario.

Por otra parte y apegado a este esfuerzo predictivo, un sistema de enseñanza parasitario y paralelo a la educación media, formado por preuniversitarios de todo tipo, cuya única función es satisfacer los requerimientos operativos de la prueba. De esta manera, la PSU es la evaluación de los preuniversitarios creados para satisfacerla.

En el futuro, ellos podrán ser sustituidos por buenos programas computacionales que eliminen adicionalmente la incomodidad del desplazamiento y el fantasma de un profesor en el aula.

Lo que se afirma con esta PSU es que el conjunto de la educación media puede ser ventajosamente reemplazado por un año de preuniversitario. Inevitablemente, los resultados de la prueba muestran que la escuela y la educación formal chilena implican una abrumadora pérdida de tiempo.

La desconexión entre la educación y su evaluación nos habla –mal- no sólo de la medición sino también de la enseñanza. Nos dice que no sabemos qué medir, que no entendemos los objetivos que persigue, ni en qué consiste ni donde está radicada la enseñanza que entregamos a nuestros niños. Y si no sabemos lo que está en juego y lo que debe medirse, no es porque su sentido esté oculto para el público y disponible para los expertos, es sencillamente porque se trata de un sistema sin propósito.

Así como cada empresa debe reeducar a los jóvenes que contrata, las universidades se ven enfrentadas a incompetencias variadas de los recién llegados. La situación se atribuye generalmente al salto entre una educación pasiva, basada en la receptividad y en la obediencia, a otra que se supone activa, auto motivada y crítica. En este salto, la prueba, que ya es inútil para evaluar la educación recibida, es también inútil para preparar la nueva etapa de un aprendizaje ‘superior’.

Apelamos al consenso vacío de una ‘educación de calidad’ para evitar plantearnos los conflictos de sentido envueltos en la educación. No sabemos si queremos educar para la adaptación o para la creatividad, entrenar mano de obra descalificada o formar técnicos y doctores, ciudadanos o abusadores legitimados. No sabemos, quiere decir simplemente, que no estamos dispuestos a tomar ninguna acción respecto a la educación que involucre un modelo de desarrollo y un modelo político que apuesten a la gente por sobre la inercia de los sistemas.

Por ahora, resulta interesante constatar que en la inutilidad y la arbitrariedad develadas del sistema de medición de la educación, se abre la posibilidad de plantearse problemas de fondo que se eluden de una manera que se resiste al relato y reflejan, al mismo tiempo, la fragilidad de la que está hecha nuestra convivencia.

Si preguntamos por la utilidad o por el sentido ¿para qué sirve la educación? los expertos nos entregarán una serie de textos, institucionalmente validados, que tienen en común el hecho de no hacerse cargo de la brecha entre lo que se dice, lo que se enseña y lo que se aprende, entre lo que se dice buscar y lo que se encuentra.

La educación vive en el abismo entre lo que hace y el esplendor que promete para un porvenir eternamente postergado. Hay que decir que en este país inundado de números insignificantes, falta imaginación estadística y capacidad de medición cualitativa.

En rigor, la interrogante por el sentido necesita preguntarse a quién le sirve la educación y para qué. Ante quién debe responder la educación de sus resultados. Hay muchas maneras de poner esto, pero la educación formal tiene, al menos, dos amos en disputa irreductible: la sociedad y el sujeto. Desde sus inicios, los sistemas de educación escolar obedecen a necesidades sociales difusas. En primer lugar, a la necesidad de reproducir el capital cultural de base de la sociedad y luego, a la lógica del orden público que transforma a las escuelas en guarderías destinadas a aligerar la carga doméstica de los padres y a sacar a los niños de las calles.

Para los jóvenes en cambio, la educación es la promesa de una formación emancipadora. El contrato implícito consiste en que los jóvenes se someten a la razón de Estado y la sociedad pretende que acoge sus aspiraciones ciudadanas y libertarias. Esa ficción es la que nos ha abandonado.

Esto nos lleva a que el sistema educacional refleje los valores de la sociedad a la que pertenece. No se trata de un deseo: toda sociedad tiene la educación que quiere y que se merece. No la que merece la gente, y ni siquiera la que necesita la economía, sino la que es coherente con su manera de gobernarse y de ganarse la vida. Abreviemos: la sociedad chilena no ha necesitado más educación que la que se exige a la mano de obra poco calificada y a la delegación de la política en unas pocas oficinas de representación.

Con todo, la gente empieza a hacer valer sus derechos y a desconfiar de la capacidad del Estado, del mercado y de los técnicos administrativos para asegurar una educación que tenga sentido. No calidad sino sentido. Pasó la época de creer, sin examen, en que lo que se ofrece es lo que los jóvenes necesitan, o es lo que quieren, o es lo que les sirve, o a lo que deban conformarse. Vivimos una época marcada por una urgencia ética que empuja hacia la diversidad y que abre posibilidades nuevas de romper con la subordinación de la gente a la razón de Estado en su forma institucional o económica, da igual.

Es verdad que el movimiento de 2011 obedece a una sensación de abuso y de estafa que todavía no cuestiona el sentido ni el discurso ni los resultados prácticos de la educación. Pero se ha abierto una brecha difícil de cerrar. En la paradoja de un sistema de evaluación que se mide a sí mismo y que además fracasa confesando su estupidez, se abren inmensas posibilidades para los jóvenes y para la sociedad, en ese orden, a condición de invertir la jerarquía entre la gente y las instituciones en la educación.

Fernando Balcells
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