Se sienten como los San Bernardo del Rally Dakar-2012. Ruedan día y noche detrás del último competidor para recoger las motos y ‘quads’ abandonados, e incluso a los competidores que no se deciden a abandonar: son los hombres del camión escoba que completan la cadena de seguridad del rally.

10:00 AM en Copiapó, Chile. El último camión acaba de dejar el campamento y Pascal Thuet calienta el motor de su 420 CV Renault Karax, de 11 toneladas y seis ruedas. Junto a él, se alistan en la cabina Jean-François Labachellerie, enfermera anestesista, y Xavier Nal, segundo piloto.

El día que los llevará a Antofagasta, en el norte de Desierto de Atacama, a una etapa de 722 km, la más larga (477 km) de la 33 ª edición del rally.

Los “barrenderos” suman entre los tres una cuarentena de rallies Dakar, entre África y América Latina: “Estamos en otra carrera, pero tal vez la carrera real, las emociones y los sufrimientos de aquellos que nunca hablan, los corredores aficionados que viven su pasión y se dejan la piel en ella y tienen un único objetivo, llegar en Lima el 15 de enero “, dice Xavier.

El vehículo dispone de una plataforma y un cabrestante para levantar los vehículos varados. Detrás de la cabina se ha instalado la “célula”, un paralelepípedo, una especie de caseta de obra con 8 asientos para acomodar a los que recogen por el camino y que debieron tirar la toalla, traicionados por sus máquinas.

Después de los 120 km de enlace, Bravo 1 (es el código de radio del camión escoba) se coloca en la salida de la especial, detrás de algunos coches y camiones de la carrera en espera de la señal de salida en una pista cubierta de polvo y arena, en uno de los desiertos más secos del mundo.

Son las 13:00 horas. Javier, que está al volante en la especial, Jean-François y Pascal no llegarán a Antofagasta hasta 15 horas más tarde, a mitad de la noche, frente a los competidores más rápidos, que habrán registrado apenas cuatro horas y media para cubrir el tramo cronometrado.

La pista es un infierno. Alrededor de 350 motocicletas, ‘quads’, autos y camiones han precedido a Bravo 1, excavando surcos tallados en las dunas del desierto. El gran 6×6 puede con todo, pero en la cabina y la “célula” hay una rotación permanente de gente, dolorosa y agotadora.

En los asientos de la célula, sólo hay un solido amarre de cinturones que no impiden que el tripulante se balancee contra las paredes del monstruo de acero, que salta y se sacude permanentemente, como una batidora.

La cabina está equipada con la última tecnología de comunicación y de localización por GPS. La radio crepita: “Papá Charly (coordinación de la seguridad) a Bravo 1, la moto Nº 27 abandonó 4 km antes del final de la etapa. El piloto sufrió una caída y es llevado en un helicóptero hasta el hospital”.

Se trata del argentino Javier Pizzolito, que sufrió fractura de fémur y de un brazo. Registran las coordenadas, pero aún queda mucho camino antes de recoger al vehículo accidentado.

Al volante, Xavier se ha programado para la carrera. Está rodando en la pista y conduce las 11 toneladas a más de 110 km/h.

De pronto, al doblar una esquina, Bravo 1 frena bruscamente junto a un conductor de ‘quad’ que hace gestos desesperados en medio de la nada. El hombre, un búlgaro, está consternado: “Hace seis hora que estoy inmovilizado por una avería de la batería”.

Dos horas antes, han cargado otro ‘quad’ con la rueda delantera rota. Xavier tiene una idea: “Miren si las dos baterías son compatibles”. Golpe de suerte: lo son. Sacan las abrazaderas y las llaves. Sustituyen la segunda batería por la primera. El piloto se persigna antes de hacer el contacto… y el motor arranca. El hombre se abraza a sus salvadores. Se sube a su máquina y se aleja. No lo volverán a ver.

Los tres hombres de Bravo 1 están encantados: “Toda nuestra misión se plasma en este rescate”, dice Xavier.