El cardenal Jaime Ortega, líder de la Iglesia Católica en Cuba, cumplió este martes 75 años en medio de una paciente labor de mediador ante el Gobierno, un aniversario que celebrará en el extranjero, tras presentar su renuncia como obispo al papa Benedicto XVI.

“Ya envió su carta de renuncia al Santo Padre antes de viajar al extranjero”, dijo a la AFP una fuente del Arzobispado de La Habana, sin precisar el lugar donde se encuentra el prelado.

Hombre de sonrisa permanente y modales suaves, pero de mano firme y paciencia de Job, Ortega presentó a Benedicto XVI su renuncia como arzobispo de La Habana, según establece el Código Canónico, aunque muchos opinan que el Papa lo conservará en el cargo por algún tiempo más.

Sacerdote a los 28 años, obispo a los 34, investido con el capelo cardenalicio a los 58 por el papa Juan Pablo II, el segundo cardenal en la historia de Cuba instaló un inédito diálogo con el presidente Raúl Castro el 19 de mayo de 2010, cuyo resultado más sonado fue la excarcelación de unos 130 presos políticos.

El diálogo, “entre cubanos” según Ortega, llevó también a ampliar el espacio a la práctica religiosa, la labor social de la Iglesia y a subir la voz tanto para apoyar las reformas económicas como para criticar la gestión oficial, lo cual fue visto por el presidente como una contribución a “la unidad de la nación”.

Su labor, reconocida en el informe 2010 del Departamento de Estado sobre libertad religiosa, suscitó ácidas críticas de opositores y el exilio anticastrista de línea dura, que lo acusan de una alianza con el Gobierno y de promover el “destierro” porque la mayoría de excarcelados salió a España.

Durante el periodo de fuerte liderazgo de Fidel Castro (1959-2006), la Iglesia, única institución legal distante ideológicamente del Gobierno comunista, tuvo relaciones tensas, en un inicio con expulsión de sacerdotes y expropiación de propiedades.

Pero tras la histórica visita de Juan Pablo II en enero de 1998 y bajo la tutela de Ortega, la Iglesia logró un acercamiento con el Gobierno, cambió la confrontación por el diálogo y salió de los templos, ganando pequeños espacios sociales, como las procesiones.

Al arzobispo de La Habana se le atribuye un gran sentido del equilibrio para unir a una Iglesia dividida entre religiosos resentidos y partidarios de la revolución. En julio pasado asistió a los funerales del arzobispo Pedro Meurice, férreo crítico del Gobierno. Igual se reúne con la plana mayor del régimen.

Tiene como cicatriz el servicio militar, que en 1967 interrumpió su ministerio sacerdotal, en las llamadas UMAP, unidades de trabajo donde el Estado ateo destinaba a creyentes, homosexuales y desocupados.

Cuando salió ocho meses después, rechazó la oferta paterna de emigrar a España. “Nunca deseé vivir fuera de Cuba (…) un país que quiero con el alma”, contó en febrero pasado.

Acostumbrado a caminar sobre las aguas turbulentas de la relación Iglesia y Gobierno, logró permiso para la peregrinación de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre durante año y medio, inédita en medio siglo de gobierno comunista.

De joven estudió en Canadá y se insertó en una Iglesia -con fuerte influencia de la española y ayuda financiera de la de Estados Unidos- a la que imprimió sabor nacional, con la aproximación a cultos de origen africano.

Su labor pastoral podría cerrar con broche de oro: una visita de Benedicto XVI en 2012, cuando se celebran los 400 años de la aparición de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.