Una incesante oleada de gente grita su devoción por la presidenta argentina Cristina Kirchner, quien los abraza uno tras otro frente a la mirada atónita de sus homólogos extranjeros: el velatorio de su marido, Néstor Kirchner, es un momento de catarsis popular.

“¡Coraje Cristina, estamos con vos, hay que ser fuertes!”, exclama una joven con lágrimas en los ojos. La presidenta va hacia ella y la aprieta largamente entre sus brazos, luego le sostiene la mano y la vuelve a abrazar.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, mira la escena estupefacto. Es un ballet de gente de la calle y de jefes de Estado, pero no parece haber diferencias entre ellos.

Llega su homólogo venezolano, Hugo Chávez, que a su turno toma en sus brazos a Cristina, de 57 años, y no le suelta la mano.

Todas las barreras parecen haber caído. Un militante en trance se golpea el pecho: “¡Néstor no está muerto, vive en nuestros corazones!” Cristina le envía un beso con su mano.

La escena parece tan irreal como la muerte del hombre más poderoso y el más temido del país, abatido por una crísis cardíaca a los 60 años.

Néstor Kirchner estaba en conflicto con todo el mundo: los medios, la Iglesia, la Corte Suprema, los productores agrarios, los industriales, el Congreso. Se sabía que detrás de cada nueva crisis estaba él. ¿Cómo pudo desaparecer de golpe? “Todavía no lo creo”, dicen los ministros en voz baja.

De vez en cuando, Cristina se acerca al cordón de seguridad, se deja agarrar, abrazar. Luego regresa a su lugar cerca del féretro, visiblemente emocionada.

El presidente paraguayo y ex obispo, Fernando Lugo, pelado y con saco Mao, se mantiene a su lado mientras la multitud sigue pasando, deteniéndose para dirigirse directamente a la presidenta que recibe cada mensaje, cada flor.

Algunos minutos más tarde es el presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, quien posa su mano durante largo rato sobre el hombro de la mandataria argentina.

Están ahora todos juntos: Santos, Lula, Lugo, Chávez, y la gente sigue pasando y se dirigen a la presidenta: “¡Gracias! ¡No se murió! ¡Aguante Cristina!”.

Cristina Kirchner se mantiene allí desde hace casi once horas, nunca se sacó sus lentes oscuros. Su hija Florencia, de 19, se eclipsó pero su hijo Máximo, 32 años, sigue detrás de ella.

Afuera, una multitud cada vez más numerosa se extiende sobre más de dos kilómetros. La noche cae, la Casa Rosasa, la del legendario balcón de Evita y Juan Perón, ahora está iluminada y la gente sigue avanzando lentamente.

Saben lo que le dirán a la presidenta cuando accedan a la capilla ardiente. Para algunos, será apenas una palabra, otros pronunciarán un discurso y otros le entregarán una pequeña bandera escondida en un bolsillo. Es un día en que todo parece posible.

El destino trágico de los dirigentes peronistas está en la memoria de todos: el de Evita Perón, en 1952, y la de su marido Juan Perón, fallecido en 1974.

Hay lágrimas pero también alegría entre los militanes.

“O-lé, O-lé, Olé…, Nés-tor…Nés-tor…”, se escucha. Parece una cancha de fútbol. Los cánticos se elevan sobre la Plaza de Mayo. “Soy argentino, soy soldado, soldado del pingüino..”, entona una columna de jóvenes peronistas.

A Néstor Kirchner, lo llamaban “pingüino” porque había nacido en Río Gallegos, en la Patagonia austral. Es en esa ciudad donde será enterrado este viernes.