Son varios cientos que avanzan lentamente, como en procesión, hacia el autobús que va a llevarlos a sus pueblos; los últimos “camisas rojas” que quedan en Bangkok parten de la ciudad, conmocionados por una aventura política y humana que terminó sangrientamente.

Imagen | Imma Gamo en Flickr

El miércoles a las 13:00 horas, lloraban y escuchaban a los dirigentes del movimiento que anunciaban su rendición. Después de dos meses de manifestaciones, tuvieron que aceptar que perdieron.

Venticuatro horas después, la emoción no se ha disipado. Calmamente, avanzan en fila delante de la sede de la policía nacional. A los lados, algunos aplauden. Anonadada, una mujer se arroja en los brazos de los manifestantes que pasan por delante de su puerta.

Algunos se llevan consigo un ventilador, útil en el calor asfixiante de las tardes bajo las tiendas de campaña, en los que la temperatura alcanzaba a veces los 40 grados.

Durante semanas, durmieron juntos sobre esteras en las tiendas de campaña, compartieron el arroz y la salsa picante, escucharon los discursos de sus dirigentes a través de precarios altavoces. La militancia y la esperanza fueron inmensas, la decepción es igualmente grande.

Un poco más lejos, estos decididos manifestantes transformados en civiles desesperanzados se sientan como escolares mientras que un oficial de la policía les explica el procedimiento. Afuera, los autobuses los esperan.

“Los ayudamos a volver a sus pueblos. Tienen confianza”, sostiene Sunthan Chayanon, comisario de la policía de Bangkok. Extrañamente, todo parece fácil. “No, no es fácil, pero sí calmo. Tienen confianza”, insiste el comisario, reiterando que “la policía trata de ayudarlos”.

Y no es el único que lo dice. Muchos manifestantes dicen que tienen a los militares, que tomaron por asalto su campamento el miércoles de madrugada con blindados y armas automáticas. Pero la policía los tranquiliza. Por lo demás, lo policías que coordinan la operación de evacuación no van armados.

Batallones de provincia, identificables por el color de los echarpes, fueron traidos en refuerzo. Policías y manifestantes intercambian el “waï”, gesto de respeto omnipresente en la cultura tailandesa que consiste en juntar las manos ante el rostro.

“Voy a entrar ahí”, dice Ann, una mujer natural de Chiang Mai (norte), mostrando un camión de la policía estacionado a un lado. “Sin la policía, me hubiera quedado en el templo de Buda”, agrega.

La pagoda en cuestión está situado en frente. Santuario declarado zona neutral, acogió a numerosos manifestantes cuando la rendición de los dirigentes del movimiento provocó una andanada de violencia.

Pero en los alrededores del templo los tiros continuaron toda la noche. El santuario se convirtió en una trampa.

Según la policía, nueve personas murieron en él. El jueves por la mañana sólo quedaban seis cuerpos, los de seis hombres, alineados e identificados por un número. Alcanzados por balas en la cabeza o en el abdomen, vuelven también a sus pueblos, pero envueltos en sudarios blancos.

“Era peligroso salir del templo”, explica Sirikwan Nemisiwpa, una mujer de unos 50 años. “Pero esta mañana la policía vino a salvarnos y a decirnos que estaríamos más seguros en otro lado”.

¿Los disturbios, los incendios? “Son otros, no nosotros, no los ‘camisas rojas’”, sostiene.

“Este es un país de bárbaros. Pidieron a los soldados que nos mataran. No es justo (…). Volvemos a casa”, agrega.