Imagen: Gerson Guzmán en Flickr

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El derretimiento de los glaciares, el deshielo de los suelos cercanos al polo Norte y la disminución de la capacidad de absorción de gas carbónico por las selvas y los océanos son verdaderas bombas de relojería que podrían acelerar el cambio climático, según los científicos.

La concentración atmosférica en CO2, que pasó de 280 ppm hace 150 años a 385 ppm en la actualidad, sigue aumentando (las ppm o partes por millón miden la parte de moléculas de gas de efecto de invernadero en el aire).

Inclusive si las emisiones de CO2 de origen humano pararan por completo mañana mismo, la concentración atmosférica de dióxido de carbono se mantendría aún al mismo nivel durante varios siglos.

“El sistema tiene una inercia relativamente importante”, recalca el climatólogo Hervé Le Treut. Se necesitarán varias décadas, al menos, antes de poder detener el aumento de las temperaturas, y el ascenso del nivel promedio de los mares continuará durante siglos, recuerda.

“Una vez iniciada, la transición hacia un casquete polar más pequeño no será probablemente reversible”, aseguran 24 climatólogos en un documento publicado la semana pasada por el Instituto de investigaciones de Postdam sobre el clima, en vísperas de la cumbre de Copenhague (7-18 de diciembre).

El ritmo del aumento del nivel de los mares dependerá de la velocidad a la que fundirán los casquetes glaciares de Groenlandia y la Antártida. El derretimiento de los hielos en Groenlandia provocaría una elevación promedio de 7 metros en el nivel de los océanos.

La banquisa ártica, que cubre 15 millones de km2, comenzó a fundirse a mediados del presente año, durante el verano. En 2008, por primera vez, los pasos del Noroeste (Canadá) y del Nordeste (Siberia) quedaron libres de hielos al mismo tiempo.

La presencia de hielo protege al planeta porque actúa como un espejo, reflejando los rayos del sol e impidiendo que el calor sea absorbido por el suelo y los océanos. Así, cuanto menos hielo haya, más de acelerará el derretimiento de la banquisa.

Otra bomba de relojería reside en la disminución de los “sumideros” de carbono. En la actualidad, más de la mitad de las emisiones de origen humano es absorbida por la vegetación y los océanos.

Pero este reciclaje es cada vez menos eficaz. La proporción de CO2 emitida a la atmósfera, y que permanece en ella, pasó en el transcurso de los últimos 50 años de 40% a 45%.

Las selvas del Amazonas reciclan anualmente 66.000 millones de toneladas de CO2, es decir cerca de tres veces lo que emiten los carburantes fósiles del mundo.

Pero en 2005, este pulmón del planeta sufrió una grave sequía, transformando temporalmente el sumidero en fuente emisora de carbono. La multiplicación de tales episodios conduciría a una degradación irreversible de la selva tropical que se transformaría en sabana.

La descongelación de los permafrosts (capas heladas más profundas) del Gran Norte, en la cual están depositadas cantidades considerables de metano, un gas con poder de calentamiento 30 veces superior al CO2, podría, en caso de desgasificación masiva, provocar una duplicación del efecto invernadero. La elevación de las temperaturas y la acidificación de los océanos reduce su capacidad a retener el CO2.

“El riesgo de modificación de la fauna, la flora y la biodiversidad, hacen parte de los grandes riesgos”, añade Hervé le Treut. “Pero no es fácil fijar topes, ya que cada especie tiene unos umbrales, que por el momento son determinados de manera un poco empírica”, relativiza este climatólogo que no cree que exista un punto único para que la totalidad del sistema climático sufra un vuelco. “Es más bien una acumulación de cosas que pueden cambiar brutalmente”, dice.