En la oposición, como si en las calles los aclamasen y las multitudes se sintiesen arrebatadas de furor por su mensaje, se lanzan improperios e intercambian frases hirientes en las que se acusan mutuamente de no hacer tanta y radical confrontación antigubernamental como la gente, según su criterio, les exige.

Francamente, eso es vivir en otro mundo; hacer caso omiso de la desafección masiva de la sociedad hacia sus partidos y líderes, envueltos en los bochornosos hechos de financiamiento irregular de las campañas electorales y de la política que han desplomado del sitial de intocables a una parte esencial de sus “figuras emblemáticas“.

Para aumentar el espectáculo, esta semana se conoció una particular manera de inscripción de un grupo político, situado en la oposición, que dice llegar para terminar con las “malas prácticas”, ofrece carrete total y copete sin límite, sólo a cambio de la firma de afiliación para inscribirse en los registros electorales. Parece que perdieron la brújula.

Además, como si el desprestigio fuera poco, la derecha se embriaga altaneramente, con un lenguaje ultra agresivo, anacrónico e integrista, fue lo que aconteció en el debate relativo a la ley de aborto en tres causales, como si el nuevo impulso que requieren para salir del marasmo, pudiese provenir de una regresión al discurso más ultra conservador, de una época, ya enteramente, superada por la sociedad moderna, propia de anatemas clericales y amenazantes castigos medievales.

Se confirma que la derecha tiene una desorientación y una ausencia de lucidez política difícilmente superable de aquí a la próxima elección presidencial; por eso, lo más probable es que oculte sus males bajo la alfombra y vuelva a recurrir al populismo de mercado, amarrando a la fuerza sus distintos componentes, en torno de la candidatura de Piñera.

Ahora bien, en el ancho mundo del bloque de la Nueva Mayoría y fuerzas cercanas, el panorama no muestra ni la claridad ni la voluntad unitaria que se requiere en este periodo. Lo más serio es pasar por alto que dos tercios de la opinión pública no comparten la acción política que se lleva a cabo desde el conglomerado, no obstante lo cual, persiste un enfoque que no da cuenta de esa realidad, y la práctica sigue marcada por miradas auto referentes. El valor de la voluntad colectiva está muy devaluado.

Se actúa como si la mayoría del país estuviera esperando recibir las declaraciones de cada sector político o grupo parlamentario para guiarse de inmediato por tales proclamas, sin reparar que por separado son minoritarios y que son tantas y tan variadas las convocatorias que terminan anulándose sin remedio.

Las mayorías silenciosas no se conmueven por mucha que sea la algarabía que las rodea. De allí que ese discurso mediático suene grandilocuente y las conductas aparezcan arrogantes, ya que la distancia de las personas hacia la política permanece impasible. Ante ello, como no se provoca la acogida que se espera, se adopta una conducta en exceso individualista, que no hace más que provocar polémicas artificiales. Al final no hay una semana sin un conflicto.

Engañados por el subjetivismo, es decir, de pensarse como una especie de héroes incontaminados, se forma el sectarismo, de los “puros”, “duros” y “maduros”, los que piensan que después de cada quiebre o división salen fortalecidos. En esa matriz sectaria, la política de amplia unidad de los últimas décadas resulta espúrea y sin principios, así como insanablemente errada.

Por eso, por la formación de una vertiente sectaria, que cruza las orgánicas partidarias, en la Nueva Mayoría, hay quienes piensan en un escenario que reponga los antiguos tres tercios que marcaron la política nacional, antes del retorno a la democracia en 1990.

Concordante con esa idea se busca el “enemigo” dentro de los que apoyan al Gobierno y, el adversario en la derecha, pasa a ser simplemente un recurso retórico, por que aquel que interesa doblegar es el aliado, aquel que piensa distinto. Se olvida que el pluralismo es esencial en la formación de una voluntad nacional, transformadora y democrática.

Eso explica en parte los ataques que se producen dentro del propio bloque de la Nueva Mayoría. Como ya pasó en la historia de la Internacional Comunista, no sería la primera vez que se pierde de vista el “enemigo principal”. Hay ánimos intolerantes y excluyentes que descalifican el proceso de transición en su conjunto, al que acusan de “vender” el país, así como, se arrogan la facultad de indicar quienes tienen o no legitimidad en sus liderazgos, que son el resultado de un extenso y arduo proceso anterior.

Luego, viene lo que ya comienza a ser un recurso manido y clientelar, exigir al Estado la satisfacción y financiamiento de los requerimientos que surjan en el ambiente y puedan dar algunas hilachas de popularidad a quién las haga públicas. Este ejercicio llega a lo impropio, ya que actores centrales del mismo son muy antiguos congresistas, que saben bien que solucionar de manera simultánea e inmediata cuanta demanda aparece es imposible.

Se ha creado una grave confusión, la idea que dignificar la política es caer en un populismo ramplón, ya que así se respondería a las “demandas ciudadanas”. Tanto piden del Estado que se cae fatalmente en el incumplimiento de las promesas. Por tanto, como la desafección hacia la política crece, hay que tomar nota que ese camino es errado y conduce a un descrédito mayor de la política.

En definitiva, el descriterio de hacer caso omiso de la realidad en la derecha, y de no sumar fuerzas y atender efectivamente el valor de la unidad, como pasa en la Nueva Mayoria, indica que la perspectiva no es fácil. Se pasa por alto el ciclo de descrédito por el que atraviesa el sistema político y se acentúa el espíritu de grupo.

Los diferentes actores no logran entender de que si la crisis de legitimidad llegase a convertirse en una crisis política propiamente tal, el impacto de ella, los cubrirá a todos y no tendrá benevolencia hacia ninguno de ellos por separado. Se equivocan los que creen que jugar al colapso del sistema los favorecerá en el futuro.

Sin valorar el decisivo rol de la gobernabilidad democrática para abrir paso a un proceso gradual, de reformas estructurales a largo plazo, cuyo centro estratégico apunta a vencer la desigualdad, crear nuevas opciones de crecimiento sustentable y restaurar la credibilidad de la institucionalidad seriamente afectada por las malas prácticas, sin esa convicción traducida en unidad y voluntad política efectiva, no se lograrán los objetivos del programa presidencial, más aún, si se trata de cristalizar tales avances en una nueva Constitución Política del Estado.

Tampoco habrá continuidad en un nuevo periodo presidencial si cada actor o fuerza partidaria sigue tirando el carro sólo en la dirección que a cada uno interesa por separado, y no hacía la resolución del desafío esencial de este periodo. Para que una derecha agotada y resentida, por paradoja de las circunstancias no gane el 2017, promover una respuesta unitaria a esta tensión en la Nueva Mayoría, debiese ser un interés nodal de la conducción política del país.

Es por ello que se debe valorar el diálogo, la fuerza de la unidad y la formación de mayorías, superando el espíritu de grupo, sobre una base pluralista, proyectando propósitos y proyectos compartidos, como exigencias básicas del objetivo de dotar nuevamente la acción política, de la responsabilidad y legitimidad que le son esenciales para afianzar la democracia.