La historia de la humanidad se ha basado desde sus inicios en el “yo tengo más derechos que tú”.

Incluso los sabios atenienses, precursores de la democracia y a quienes debemos el concepto de que cada ciudadano tiene derecho a decidir sobre los destinos de su sociedad, dejaban bien en claro que, bueno, no todos eran ciudadanos, ya que los esclavos y otros pueblos “inferiores” no tenían ese derecho.

Todos somos iguales, pero… algunos más iguales que otros.

Ya a fines del siglo XVII, los co-regentes de Inglaterra Guillermo y María aceptaron firmar la Carta de Derechos de 1689, bajo la cual ponían coto al hasta entonces ilimitado e incluso desquiciado poder de los reyes británicos (pregunten por Enrique VIII), otorgando una que otra garantía a la gente común (como que no te desmembrarían por ser católico) y entregándole progresivamente poder de decisión al Parlamento, lo que sentó las bases para su actual monarquía constitucional.

En Francia no se tomaron muy en serio el tema y como sabemos, a causa de ello el rey Luis XVI terminó perdiendo la cabeza (literalmente) a fines del siglo XVIII. Fue el inicio de la Revolución Francesa, y de la primera vez que se escuchó eso de que un pueblo tenía derecho a autodeterminarse y que “todos los hombres somos iguales“.

Bueno los hombres… no las mujeres.

De hecho, las mujeres recién comenzaron a tener derecho a voto a fines del siglo XIX (en nuestro país, limitado a elecciones municipales desde 1931 y total en 1949), pues previamente eran consideradas demasiado ingenuas (tontas) y que abandonarían su deber de madres si se inmiscuían en política.

(En Arabia Saudita recién podrán votar a partir de este año).

www.borgenmagazine.com

www.borgenmagazine.com

Para qué hablar de los indios y los negros. Con ellos el tema ni siquiera era si tenían derechos, sino si es que eran seres humanos en primer lugar. Mantener aquella duda fue el gran aliciente económico que permitió a muchos países -entre ellos Estados Unidos- afirmar en su constitución que “todos los hombres son creados iguales“, sin afectar el gran negocio de la esclavitud debido a que, en realidad, lidiaban con animales, tan transables como una vaca o un cerdo.

Tuvo que desatarse la guerra más sangrienta que haya visto la nación norteamericana para que finalmente, los estados del sur fueran obligados a cañonazos a liberar a sus esclavos y descubrir que… ¡Wow! En realidad eran personas. Habernos dicho antes…

Universidad de Virginia

Universidad de Virginia

Claro que… no tan personas como los blancos. Tras obtener su libertad, los descendientes afroamericanos debieron luchar durante otro siglo por obtener igualdad de derechos con sus compatriotas caucásicos. Y esto no sólo en el derecho a voto (un voto negro equivalía a 1/5 de voto blanco), sino en el derecho a ocupar los mismos buses, asistir a las mismas escuelas e incluso ocupar los mismos baños (como si cagáramos diferente).

En Sudáfrica, antigua colonia británica, la misma política del apharteid provocó tensiones que, pese a las atrocidades cometidas por la minoría blanca en el gobierno y la presión internacional, se mantuvo hasta entrados los 90, cuando el presidente De Klerk y el líder opositor Nelson Mandela, acordaron terminar con las odiosas diferencias y permitir el sufragio universal.

Desde luego, no todos los casos de discriminación tienen que ver con sexo o color de piel. La religión -sobre todo las monoteístas, dueñas del dios verdadero y por ende de la verdad absoluta- también ha sido un factor dominante en separar a lobos de ovejas.

Sólo en Chile, hasta que se dictaron las leyes laicas en 1885, todos los camposantos eran controlados por la santa Iglesia Católica, quien decidía quien merecía ser sepultado dentro del cementerio con todos los ritos correspondientes, o fuera de él sin siquiera una lápida, ya fuera por adúltero, divorciado, hereje o suicida.

Perdón, ¿dije divorciado? Quise decir separado de hecho, porque en Chile nadie podía divorciarse oficialmente hasta 2004, cuando nuestros parlamentarios le bajaron el volumen al Cardenal Medina y entendieron -a duras penas- que la gente no sólo tiene derecho a equivocarse sino también a enmendar sus relaciones personales.

¿Qué tienen de común todos estos casos, desde el particular concepto de democracia ateniense hasta el divorcio a la chilena?

Que ningún poder político o religioso pudo detenerlo.

Se le llama progreso. Y hoy Chile dio un nuevo paso al aceptar el matrimonio homosexual… aunque con otro nombre por ahora, para que nadie quede con la idea de que su boda vale menos: Acuerdo de Unión Civil o AUC.

Por ahora llámenlo como quieran. Dentro de algunos años será matrimonio -así como antes del divorcio existía la nulidad- y en otros tantos más, se les permitirá adoptar como cualquier pareja capaz de prodigar cuidados y amor a un niño en necesidad.

Tal como recita Peter Gabriel en Biko:

“Puedes soplar una vela, pero no puedes soplar una fogata.
Cuando el fuego comienza a prender, el viento sólo lo hará más grande”
.

PD: Y a quienes siguen aproblemados sobre ‘cómo le explican a sus hijos pequeños que vieron a dos hombres/mujeres besándose en la calle’, sólo díganles: “Porque se aman”.

Victor Salazar | Agencia Uno

Victor Salazar | Agencia Uno

Christian F. Leal Reyes
Periodista
Director de BioBioChile