Me gusta adivinar y apostar. Mi padre era un jugador profesional en sus vacaciones. Se entrenaba con nosotros en un casino de juguete que hacía peligrar las legumbres de la despensa familiar y que inflamaba nuestra imaginación cada vez que giraba la bolita.

Aprendí de él que la adivinación nunca podrá ser una ciencia certera. Aquello que se puede predecir con seguridad no vale la pena. En el placer de apostar no entra la consideración de si se gana o se pierde. Evitar perder es solo una parte del juego. Aquella en que el jugador se exige al tope de sus posibilidades, el resto, el resultado, tiene que ver con la economía, no con el juego.

Es necesario parar la derivación en este punto y hacerla apuesta de una vez. ¡No vamos a salir de esta crisis! El requisito de aprobación ciudadana del acuerdo político es ineludible e incumplible. Hemos alcanzado un estado de degradación fatal de la habilidad política y, de destrucción de la inocencia ciudadana que, como el jarrón de Lagos no tiene compostura.

No es que las cosas vayan a empeorar, lo que tenemos se va a mantener. Nos quedaremos flotando en el arrullo de la turbulencia, aferrados a nuestra balsa, hasta que nos acostumbremos a vivir en la niebla.

Mi padre solía decir que el infierno no es un lugar especial sino una insoportable ausencia de Dios. Nunca supe de donde le venía la teología pero su afirmación me parecía hermosa. Estaba colmada de esa belleza del vacío que embriaga a los jóvenes y que los adultos contemplan con condescendencia. ¡Hay un vacío y qué! La política y la economía son esos lugares irredentos que Dios ha evacuado para que se exprese libremente el animal que somos.

En el vacío político –que permanece como la norma en mi apuesta- no hay sueños de esplendor. No hay grandes reformas y a falta de resistencia, la revolución y el resquicio para la coima coexistenen el sopor del mismo bostezo. No nos confundamos; no hay legislativo pero hay gobierno. Al menos en su vertiente administrativa, continua, inerte y rutinaria. Las salas de espera siguen acumulando público y los paraderos amontonan y extraen masas de pasajeros idénticamente intercambiables.

Las instituciones seguirán jactándose. Habrá fintas de algunos que pretenden estar en servicio y respuestas reflejas de otros que no quieren reconocer que están dormidos. Pero no hay ánimo político. Los que saben están en modo de espera. Puede que ahí los pille el invierno y otros inviernos congelados sin que ellos lo noten y en nuestra falta de entusiasmo, nosotros tampoco sepamos distinguir un político de una ameba.

Vamos a pasar del terreno de los ingenuos creyentes al escepticismo de las poblaciones más viejas y más golpeadas que nosotros. Podremos decir entonces, gracias a la crisis, finalmente somos un país desarrollado.

Fernando Balcells
Sociólogo, escritor y director de la Fundación Chile Ciudadano.