Amigos de BioBioChile:

Mi amiga y yo íbamos caminando por el centro de Concepción. Yo la acompañaba a hacer un trámite al banco, además de una serie de tareas menores de esas que se hacen con más gusto en compañía.

Nos dirigimos al Banco BCI por calle O’Higgins y en el camino nos topamos con la marcha de profesores del jueves 17 de junio. A propósito de la marcha, nos pusimos a comentar la situación en la que se encontraban los profesores; ella me decía que lamentaba no haber participado más activamente en las actividades de su carrera, ya que estudia una carrera en docencia.

Por mi parte vi con agrado la cantidad de personas, que se había congregado y de hecho, recuerdo haber sonreído con ganas de volver a la U y meterme a las asambleas de la toma de Humanidades UdeC, mi antigua facultad. ¿Por qué les cuento esto? Para que me conozcas y entiendas que soy igual que tú. Que quizás tú también estabas en el centro ese día y quizás escuchaste lo que pasó y no hiciste nada.

Está bien: no es tu culpa y no es tu responsabilidad; pero léeme y date cuenta de que también te afecta. Sé consciente, pero realmente consciente de que te puede pasar a ti, o a tu sobrina chica que todavía juega con muñecas, o a tu hermana que está tan orgullosa de haber bajado esos kilitos y se siente regia-estupenda usando una par de calzas iguales a las que estaba usando yo ese día.

Entramos al banco, hicimos unas consultas y salimos unos 5 ó 10 minutos después. Ahora el grupo de personas que marchaba se veía más compacto e imponente. Bajamos las escaleras del banco y caminamos pocos pasos antes de escuchar el primer silbido, que dio pie a un crescendo que en un par de segundos llegó a ser un rugido ensordecedor de gritos, silbidos, chiflidos y aplausos.

Detrás del alegre grupo de profesores marchaban los pescadores y trabajadores portuarios: un grupo de un par de cientos de personas, en su mayoría hombres que se sintieron con el derecho de gritarnos cada sandez que se les pasó por la cabeza, escondidos cobardemente dentro de la multitud mientras marchaban por mejores condiciones en lo que sea que quieran mejorar, porque, ¿cómo esperas, sociedad, que tenga un mínimo de empatía por estas personas o sus causas?

Quise gritarles que no tenían derecho a hacerme esto, quise arrojarme en medio de la manada de gritones y noquear a uno o dos, quise sacar mi celular y grabarlos para mostrarte, lector, cómo era estar ahí, cómo el audífono de mi celular hubiera colapsado con esos chiflidos tan agudos que te pinchaban los tímpanos. No pude. No quise, porque hacer cualquiera de esas cosas implicaba quedarme un segundo más a la vista de esas decenas y decenas personas, que en este momento me cuesta llamarlas “personas” y considerarlas como tal.

“Simios”, pensaba con una rabia ciega mientras caminaba “eslabones perdidos, involucionados, aberraciones de la naturaleza” gritaba en mi mente, esforzándome por no correr hasta la esquina, doblarla y perderme de vista; tratando de no humillarme volviendo al banco y escondiéndonos detrás de las puertas de vidrio esperando que nos aislaran de esos cientos de ojos y bocas abiertas.

Me consolaba refugiándome en lo peor de mí, desesperada por devolver la mano, por responder violencia con violencia y me repetía a mil por hora que era mejor que ellos y por eso no debía afectarme. Que sé tres idiomas, que estudié latín, que probablemente en el último año he leído más libros que todos ellos juntos en toda su vida.

Gritaba en mi mente que era un mejor ser humano, una profesional de la “Gloriosa Universidad de Concepción”, como si alguna de todas esas cosas realmente hiciera que mi existencia valiera más que la suya.

Sí, sé que está mal, pero es el único escape fácil que encontré en esa situación. Piénsalo, lector o lectora: fue mi forma de darme algún valor cuando cientos de personas a mi alrededor me hacían sentir como si fuera nada más que un cuerpo sin cerebro ni espíritu sino sólo una sexualidad sumisa sin poder sobre mí misma, al servicio de esta manda intimidante de hombres que no conocía.

Si ese grupo hubiera querido golpearnos, violarnos, o levantarnos sobre sus cabezas y alabarnos como a Daenerys en Juego de Tronos, podría haberlo hecho. Obviamente ninguna de esas cosas iba a pasar, pero podría haber pasado, y ese tipo de pensamientos inquietantes son lo que asaltan a una mujer cada vez que un hombre le dice una ordinariez al oído con el tufo húmedo.

Quiero empatizar con la causa de los pescadores y con todas las causas justas que mueven a este país. Me gusta informarme, a pesar de que soy una persona distraída y sin intereses políticos; y honestamente les deseo lo mejor, pero no quiero saber qué es lo que piden, no quiero buscar y leer sobre su lucha (como lo hago con la de los profesores y los estudiantes) no quiero volver a dirigirles ni un solo pensamiento además de si mi pescado frito en el mercado estará bien fresco.

Lo único en lo que pensaré cuando escuche hablar de ustedes, sindicatos de pescadores y trabajadores portuarios, será que en ese día en que habría apoyado su marcha ustedes me gritaron, me sexualizaron y me violentaron con sus comportamientos de depredador.

Que a ustedes no les importó que me gustara el rock y la música clásica por igual. Sólo vieron un pedazo de carne con un agujero entre las piernas. Así que cuando yo los vea a ustedes, solo veré un grupo de pobres personas que no pueden controlar sus instintos más básicos.

Loreto Viveros Ahumada
Concepción

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