Tenía nueve años cuando Fidel Castro entró a La Habana con su tropa barbuda, alegre y desordenada. En ese tiempo se publicaban muy pocas revistas y además de los cómics, aparecían una vez por semana las Vidas Ejemplares y las Vidas Ilustres.

Las primeras estaban destinadas a los santos destacados de la iglesia y las otras a los héroes laicos de América. Me llamaba la atención que los protagonistas de ambas revistas tenían las mismas bocas pequeñas, en punta, con labios gruesos y casi leporinos. Salvo Fidel Castro, héroe de una edición perdida de las Vidas Ilustres que se salvó de la boca común por la barba.

Nunca he encontrado un ejemplar de esa revista y no he convencido jamás a nadie de que esa revista efectivamente se publicó alguna vez. La editorial probablemente era visada por la Voz de América o algo parecido y, durante decenios, un homenaje a Fidel era simplemente inconcebible.

Mi generación creció marcada por Cuba. Más que por Vietnam o el Muro de Berlín, era Cuba la que exaltaba la imaginación y la que reordenaba el escenario político de los años sesenta en América Latina.

La Alianza para el Progreso, la reforma agraria, la promoción popular, la debacle de la derecha tradicional y los focos guerrilleros estuvieron entre los hitos de esos tiempos turbulentos. Pinochet mismo no es más que un fenómeno reflejo de la revolución cubana.

Muchos de nosotros fuimos atraídos por el magnetismo de Fidel y por la figura provocadora, generosa y trágica del Che Guevara. A contramano de la historia, Estados Unidos partió la década invadiendo Cuba y rememorando las múltiples intervenciones mezquinas en Centroamérica. Luego asesinó a Kennedy, se aventuró en la guerra de Vietnam, y su propia cultura se escindió entre el belicismo y el hipismo, cerrándose sobre el mundo en una sucesión abrumadora e interminable de intervenciones infelices.

Algunos tuvimos que pasar por la experiencia traumática de Pinochet y por el exilio, para entender que el respeto a los derechos humanos es una exigencia que no depende de los fundamentos invocados para su violación.

La izquierda chilena nunca estuvo encandilada con los socialismos reales, pero su propia incompetencia cultural la mantuvo solidaria y sin distancia crítica respecto a los ‘movimientos de liberación’ como el cubano.

Cuba es un dolor en el costado. No sólo por la frustración de nuestros ensueños infantiles, sino por la complicidad de nuestro silencio ante el infierno de burocracia y corrupción en el que derivó la gloriosa revolución cubana. Por decenios el régimen tuvo en la política de los Estados Unidos, en el bloqueo comercial, en el embargo, en el aislamiento extremo y en la guerra fría los pretextos perfectos para la pobreza y la violación de los derechos humanos de su pueblo.

La reserva amorosa de los pueblos es otro de los aspectos impresionantes de la historia cubana de más de medio siglo. Es el pueblo cubano, traicionado, defraudado y separado, el que ha sostenido este régimen, con una fidelidad persistente aunque mermada en su entusiasmo.

A pesar de que hace decenios que se encuentra despojado de toda justificación comprensible, suficientes cubanos han seguido agradecidos de los que alguna vez los dotaron de un sueño épico y de justicia de dimensiones prometeicas.

El acuerdo alcanzado este miércoles entre Cuba y Estados Unidos es una increíble corriente de aire fresco para el planeta. Así tanto. Es algo que no esperaba ver en vida de Fidel (que amenaza con sobrevivirnos a todos).

Se abre la posibilidad de suturar la herida americana, reconciliar nuestra geografía y retomar las historias comunes. Seguramente la democracia en Cuba no será para mañana, pero no cabe duda de que este acuerdo la acerca. Estamos de vuelta en una historia abierta, imprevisible y que depende de nuestra libertad. Un gran día para todos.

Fernando Balcells
Sociólogo, escritor y director de la Fundación Chile Ciudadano.

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