El sociólogo, escritor, director de Chile Ciudadano Fernando Balcells escribe una columna sobre política y ciudadanía en tiempos de movilizaciones. Y a partir de una reciente columna de David Gallagher, devela lo que el encuentra en ella: reservas de conservadurismo, que consideran el buen gobernar no dejarse amedrentar ni gobernar escuchando las protestas.

La calle y el ensanche de los pasillos

Fernando Balcells

Hasta hace poco, las protestas y las demandas sociales eran calificadas indistintamente como ‘presiones’ sociales. La connotación negativa del término, su violencia incluso, facilitaban su descarte como síntoma de problemas legítimos. El Gobierno de Piñera implicó una travesía y una inmersión de la centro derecha por ese mundo de protestantes indignados, de frustraciones y de exigencias irreductibles. Uno hubiera esperado un aprendizaje colectivo. Pero una reciente columna de David Gallagher muestra que los viejos reflejos conservadores se mantienen en reserva y afloran instintivamente entre los políticos y los intelectuales de las más diversas tendencias.

La tesis es la siguiente: hay un gobierno encargado de gobernar y una sociedad civil encargada de elegir autoridades y luego, … de guardar silencio. Hay autoridades encargadas de realizar un buen gobierno, del que no se nos dice cuál es la fuente de su inspiración. Solo se nos afirma que, por definición, las políticas públicas no pueden emanar de las consignas simplistas de la calle.

Un aire de encierro se adivina en el descarte del ‘simplismo callejero’ o en la caracterización de las protestas que ‘expresan emociones pasajeras y cambiantes’, que ‘no solo son efímeras e inconstantes: son de dudosa representatividad’, por el hecho obvio de que la mayoría silenciosa no sale a protestar.

Continúa nuestro columnista…’los buenos gobiernos son aquellos que, sin ignorarlas, no se dejan amedrentar por las protestas, y no permiten que estas los desvíen de su tarea indelegable, que es la de gobernar por el bien de todos’.

No se le ocurre al columnista, que las protestas, sean una fuente de inspiración para la política y para los gobiernos. En su apuro, no ha revisado la historia de los movimientos sociales en Chile. Porque los ha habido por los derechos humanos, por la independencia del país, por los derechos de los trabajadores, por los de las mujeres, por la libertad política y por los derechos de los consumidores. Detrás o después de ellos siempre se han formado movimientos políticos que reclaman su representatividad de la fidelidad a esos movimientos sociales.

El columnista pide ‘no ignorar’ las protestas, pero recomienda no considerarlas a la hora de gobernar. Se sugiere aquí, sin mencionarlo, el mecanismo probado de apaciguamiento y recuperación de los movimientos sociales; dejarlos que se manifiesten, integrarlos en alguna comisión que aterrice técnicamente sus demandas y confrontarlas con sus posibilidades reales -en un debate presupuestario, por ejemplo-. Finalmente, declarar solemnemente el cumplimiento de las demandas, ojalá concretizado en un ‘consejo consultivo’ que les de seguimiento. Matices más o menos, esta es la que podemos llamar ‘la solución pingüina’.

El columnista iguala todas las protestas. Desde su formalismo, la protesta (toda protesta) se opone al buen gobierno. Debe ser por la economía de su ansiedad que no distingue en las protestas los síntomas de problemas sociales acuciantes. Las protestas por la educación le deben mucho a las movilizaciones estudiantiles pero van mucho más allá de una reivindicación generacional –efímera, pasajera y cambiante-. Como no ver, en el origen y en el impulso de esa protesta un hastío dramático con la estafa a gran escala de una educación que se lleva buena parte de los ingresos (y de la capacidad de endeudamiento) de las familias y les devuelve títulos que no sirven ni en el mercado ni ante la sociedad. Cuantas decenas de miles de ‘ingenieros’ trabajan de vendedores o, en el mejor de los casos, de técnicos –cuya formación se debe completar en las empresas-.

La regionalización es otro caso de demanda social postergada y fuente prolífera de acumulación de odiosidades. Aquí, el descarte no viene por el argumento de lo efímero sino por el de la unidad del Estado (de la autoridad) y el riesgo de ‘inconsistencia dinámica’ (corrupción) involucrado en la transferencia de poder a las tribus locales.

Los movimientos sociales no están formados de escritores ni de expertos en argumentación. Hay un trabajo de traducción por hacer (los lenguajes del técnico y del manifestante son heterogéneos e irreductibles), que debe ser extraordinariamente respetuoso, y que no puede realizarse fuera de un diálogo activo y volcado a incorporar las demandas sociales legítimas en las tareas del Estado. Es ese juicio sobre la legitimidad y la importancia de las demandas explícitas y subyacentes de la ciudadanía lo que hace la diferencia entre una política y otra; entre una actitud intelectual cerrada y excluyente y una curiosa y abierta a la verdad que relata la gente en su propio idioma.

Hacer un gobierno ciudadano es transformar los pasillos en calles

Es curioso que nuestra imaginación institucional, apenas puesta a prueba por voces disidentes se refugie en lo más arcaico de sus seguridades; ¿Qué cambió? No necesariamente la “ciudadanía”, esa abstracción misteriosa que tanto se invoca…

La ciudadanía es efectivamente un misterio. Si no lo fuera no tendríamos necesidad de elecciones. Pero la política, al parecer consiste en prever, anticipar, controlar los riesgos y disciplinar los peligros que se envuelven en ese misterio. Los que se sienten investidos de autoridad suelan caer en los abusos de la autoafirmación que los lleva a creer que su representación es la única legítima y decente. Esto de que el poder corrompe se escribió para casos extra dramáticos. Lo que aplica en nuestro tiempo de medianías, son las distorsiones del poder; oír sin escuchar, recibir sin acoger, mirar sin ver, conocer para controlar.

La oposición entre la calle y la vereda política es una de esas fuentes de distorsiones más dañinas en una sociedad.

Es hora de reconocer su verdad a los movimientos sociales. Es cierto, no cubren todo el espectro de las expresiones sociales, pero expresan una verdad que grita por la urgencia de ser reconocida. Y el reconocimiento que piden, es ser admitidas en el seno de la institucionalidad con su propia carga de problemas y de experiencias. La ciudadanía es una abstracción que grita en las calles cuando no tiene otro lugar eficiente para hacerse considerar.

Este no es un tema que divida a los mansos de los agresivos. Estos son conflictos sociales, que atraviesan a la sociedad y al Estado y que deben ser abordados, en primer lugar sincerándolos, y luego, poniendo sobre la mesa la separación entre lo público y lo privado, la necesidad de permear las instituciones por la ciudadanía y, tener la valentía de dejar de postergar los ajustes de fondo que necesita nuestra organización política.

Esta unidad de la autoridad que es una ficción cada vez más trizada, encubre con su manto mítico la comodidad de los sectores favorecidos con una organización del poder político que lo hace cercano a su influencia y que lo separa de los enojos de la gente.