El incendio de Valparaíso hizo aflorar lo mejor de todos los pueblos y ciudades, por eso cuando me preguntan de donde vengo, y como soy un loco sentimental, no puedo sino recordar a mi pueblo y empaparme de los recuerdos de antaño, de mi niñez.

Cada vez que cierro mis ojos y vuelvo a esa época es como si incluso pudiera oler de nuevo los chirimoyos en flor, agitados por el fuerte viento que entra por la ribera del río. En primavera los ciruelos y los almendros, tiñen las calles polvorientas de un tenue color rosado con blanco.

Así es mi pueblo, con gente cariñosa y amable de verdad, no como la de otros pueblos, que se hacen los cariñosos y amables.

Mi gente es de la que te saluda aún sin conocerte. Si vas por la calle y se cruza un desconocido, ten por seguro que al menos te levantará la cabeza y te dará un cordial “buenos días” acompañado de un característico “Quiúbo”.

El río que bordea la ciudad fue mi primer desafío para aprender a nadar en las compuertas. Visto desde el cerro el río parecía una serpiente plateada que lentamente avanzaba por el valle. Los canales de regadío con agua color chocolate que circundaban los predios agrícolas eran como culebras angostas pero largas, también miradas desde la altura.

Los sauces dejaban acariciar sus largas cabelleras verdes por el agua de las vertientes y cuántas veces esas mismas cabelleras las usamos de lianas para caer abruptamente a las pozas que se formaban con los riachuelos.

El paisaje de mi pueblo es una mezcla entre modernidad y tiempos añejos.

Tiene molinos antiguos para sacar agua de los pozos y norias y tiene riego tecnificado para las plantaciones de paltos y limones en los cerros que poco a poco fueron avanzando con su manto verde hasta llegar casi a lo más alto del valle.

Lo mismo pasa con los viñedos y parronales, plantaciones de hortalizas que cambian el color del paisaje como si fueran cuadraditos de distintas tonalidades, como una gran manta multicolor tejida por las manos de los agricultores que se extienden kilómetros y kilómetros sobre el valle.

La estación de ferrocarriles tiene murales. Uno de ellos se mantiene en pie, los otros ya se destruyeron por el paso del tiempo. De vez en cuando uno que otro tren pasa por ahí, pero ya no de pasajeros, solo de carga.

Mi pueblo es mágico, el viento sopla con tal fuerza que las copas de los árboles están inclinadas. Hay tantas napas subterráneas que en las noches la neblina es tan densa que no se ve a más de 5 metros.

En invierno el frío es intenso, la Cordillera que está a unos cuantos kilómetros se viste de blanco y entrega una maravillosa postal sobre todo cuando amanece o llega el crepúsculo. Los colores son iniguales. Recuerdo cuando organizábamos a muy corta edad excursiones a la montaña con mis amigos del barrio. Esas largas caminatas jugando a ser exploradores, dejaron a más de alguno perdido por horas.

En las noches, de invierno sobre todo, cuando no había luna y el cielo estaba despejado, era fácil distinguir las estrellas. En lo alto de los cerros acostados boca arriba se podía ver incluso como la gran bóveda giraba, o al menos esa era la sensación que nos quedaba.

Tomar once en la montaña, en el cerro, es una sensación indescriptible. Para el almuerzo infaltable el tarro de jurel “tipo salmón” con cebolla, el típico causeo. El tarrito se lava bien y con un alambre se le hace una manilla, con eso queda listo el tradicional “choquero”. Tomar té con hierbas silvestres u hojas de espino le da un sabor característico a las onces en los cerros.

Así es mi pueblo, mágico, literalmente mágico.

Mi pueblo es parecido al que inmortalizó el gran García Márquez, “Macondo”, un pueblo lleno de esperanzas, lleno de sueños, lleno de magia.

Por eso cuando me preguntan de donde soy, orgullosamente digo que soy de “Quilollay”, ese es mi pueblo, esa es mi tierra que además de ser bella, su gente es solidaria y también llegó a Valparaíso a ayudar. QUI de Quillota; LO, de Los Andes; LLAY, de Llay Llay, mi pueblo mágico y solidario y tal como su hermano “Macondo” también está quedando en cien años de soledad.