La eutanasia, o el derecho a morir de forma digna, continúa siendo un tema duramente debatido en la comunidad internacional. Con apenas 6 países en que es lícito quitarse la vida ante una enfermedad terminal -entre ellos Colombia y Argentina- no parece existir aún un consenso en una materia que mezcla aristas médicas, éticas y religiosas.

¿Es aceptable que una persona, bajo ciertas circunstancias, se suicide? ¿Debería el Estado facilitarle el proceso? Como una forma de responder a estas difíciles preguntas, una afiliada a la Asociación de Humanismo Americano compartió, bajo reserva de identidad, el difícil proceso que debió sobrellevar a cabo para ayudar a su esposo a quitarse la vida, mientras buscaba escapar a los complejos momentos finales del Alzheimer.

Traducimos su emotivo testimonio, publicado en la edición de septiembre de la revista The Humanist.

Ese día, mi esposo y yo nos sentamos uno junto al otro en el sofá familiar, tomados de las manos. El sol recién se asomaba por el horizonte cuando nuestro hijo, nuera y sobrina se nos unieron. No recuerdo qué comimos o si siquiera lo hicimos. Sé que preparamos y engullimos café y té, mientras hablábamos de las distancias que nuestros seres queridos habían atravesado para acompañarnos.

Cuando mi marido (a quien llamaré John) se puso de pie para poner las tazas vacías en el lavadero, alguien le dijo “no deberías estar haciendo eso”. Él respondió: “quiero que este día sea tan normal como sea posible”. Estábamos con él porque no quería morir solo, y este era el día que mi esposo había elegido para morir.

Esa mañana salió a dar su caminata acostumbrada de 5 kilómetros, llevándose una lista con los nombres de las calles y las esquinas que debía doblar, para asegurarse de poder regresar sin inconvenientes a casa. En otros tiempos él fue un viajero del mundo, un paracaidista deportivo, un excursionista, un lector y un hombre que jamás pudo pasar frente a un museo sin visitarlo.

Ahora tenía Alzheimer. Su padre, su abuela y su tío también lo tuvieron.

Un día, cuando se aproximaba su cumpleaños número 68, John me dijo que estaba preocupado. Mi humilde, amable y cariñoso esposo se había percatado de lo que yo ya me había dado cuenta hacía dos años: su memoria de corto plazo estaba desapareciendo. Su enfermedad acabaría por quitarle el habla, la capacidad de comer o caminar solo, y convertirlo en un cascarón vacío del hombre que alguna vez fue. Dentro de algún tiempo, ni siquiera podría reconocerme.

El día en que ambos comprendimos lo inevitable, nos miramos con lágrimas en los ojos. Respiró profundamente y me dijo que cuando ya no fuera capaz de perseguir sus intereses intelectuales, cuando ya no pudiera conducir legalmente, antes de que fuera incontinente o que comenzara a culparme por sus propias discapacidades, se quitaría la vida.

Lo había dicho como una afirmación, no de un tema a discutir. Desde la primera vez que escuché sobre el tema, sabía que quitarse la vida era algo malo. Comúnmente, a la gente se le persuade, previene, impide o prohíbe hacerse cargo de su propia muerte.

“¿Cómo?”, le pregunté. Había escuchado de personas que se tragaban una sobredosis de medicamentos y se enfermaban o incluso quedaban en estado vegetal, pero no morían.

“Aún no estoy seguro, pero encontraré la forma”, dijo John, explicándome que no quería llegar al punto en que se degradara de tal forma que ya no fuera él mismo. Tampoco quería convertirse en una carga para mí. Comprendía su lógica.

Por fortuna, el Alzheimer es una enfermedad de desarrollo muy lento, y tuvimos muchos años en que sólo fuimos interrumpidos ocasionalmente por algún comportamiento que ambos consideramos inaceptable. En el intertanto, comencé a recabar los sentimientos de la familia y de nuestros amigos más cercanos.

¿Qué pensaban ellos sobre el suicidio como una eventual salida a nuestro problema? Algunos ni siquiera podían creer que existía un problema. John era demasiado lógico e inteligente para eso, decían. Otros mencionaron tímidamente la posibilidad de meterse en líos con la ley. Pocos tenían alguna idea de lo que significaba morir con dignidad. A lo sumo habían visto programas de televisión sobre Jack Kevorkian, quien ayudaba a los enfermos terminales a morir. De seguro nosotros no querríamos tener nada que ver con el Dr. Muerte, ¿verdad? ¿Acaso eso no era algo inmoral? ¿No que Kevorkian acabó en la cárcel?

Mencionaron a doctores en Oregon que le suministraban dosis letales de medicamentos a pacientes consumidos por el cáncer. ¿Eso era lo que John pretendía hacer? ¿Quería tomar una sobredosis de algo?

Samantha Mesones (SXC)

Samantha Mesones (SXC)

Para entonces ya éramos miembros de la red de la Última Salida (Final Exit Network), afiliada a la Federación Mundial de Sociedades por el Derecho a Morir. John comenzaba a acercarse al número promedio de años en que un paciente de Alzheimer comienza a sufrir un serio deterioro.

Le escribí a Última Salida para saber si él era candidato. Nos dijeron que él coincidía con los parámetros de la gente a la cual asesoraban respecto de suicidarse. Esto porque la enfermedad de Alzheimer provoca que las células cerebrales y sus conexiones mueran. Todas las funciones vitales del paciente son lentamente eliminadas hasta que la persona muere.

El año 2013 nos cayó encima una década después del primer momento en que noté una reacción ilógica de mi tan lógico esposo. Ahora John me decía que estaba cometiendo demasiados errores, incluso que estaba olvidando eventos importantes. Era el momento para que llegara el final.

Con el Alzheimer, existe una breve ventana de oportunidad para actuar. Es el lapso en que el paciente se percata de su problema, ya que aunque tenga atrofiada la memoria, puede percibir sus limitaciones. Sin embargo pasados uno o dos meses desde ese punto, la misma persona dejará de entenderlo. De hecho puede llegar a creer que no sufre ningún problema en absoluto.

Una vez, John y yo fuimos al cine. John salió antes del inicio de la película para ir al baño pero no pudo encontrar el camino de regreso. No podía recordar el nombre de la película que habíamos ido a ver ni menos el número de la sala donde me encontraba. Intentó sin éxito de encontrarme pero se daba cuenta de lo que sucedía. Así, decidió esperarme en la entrada hasta que yo lo encontré a él. Más adelante en el avance de su enfermedad, no habría sido capaz de comprender lo que estaba pasando.

Poco después de algunos episodios similares, la red de la Última Salida me puso en contacto con un voluntario de mi localidad. Esta persona me indicó que debía relatar el caso por escrito. También debía incluir una copia de la última cita de John con el neurólogo. Todas estas cosas tomaron tiempo.

Poco después, alguien de Última Salida llamó a John y le hizo varias preguntas respecto de su capacidad de comprender y llevar a cabo su última voluntad. Debía demostrarle verbalmente que era su decisión y que estaba en condiciones de llevarlo a cabo. También debía escribirles una carta respecto de por qué deseaba terminar con su vida. Accedió, pero día tras día olvidaba hacerla. Sus lapsus de memoria iban aumentando y finalmente tuve que recordárselo.

No fue fácil para mí y durante un buen tiempo cargué con sentimientos de culpa.

Eventualmente, redactó una bellísima carta narrando el destino que habían sufrido sus familiares, su deseo de no quedar convertido en un vegetal y su profundo deseo de no llegar a convertirse en una carga para mí. Le preocupaba mucho volverse violento o acabar sumiéndome en la pobreza debido a los cuidados que debería prodigarle.

No dijo nada sobre la carta. Sólo me la dio y me pidió que la enviara. La leí y lloré. Las maravillas que disfrutamos en la plenitud de nuestras vidas también se encontraban retratadas en sus palabras.

Las personas clínicamente depresivas o en circunstancias similares son rechazadas por Última Salida. John pasó el escrutinio de la organización y un guía, una persona que donaba de su tiempo para ayudar a otros, se puso en contacto con nosotros. Otra vez, tuvimos que recalcar que se trataba de la decisión de John, pero que yo estaba de acuerdo.

Aún así, el interrogatorio continuó. ¿Teníamos amigos o familiares -que por motivos religiosos o de otra índole- pudieran querer detenernos? ¿Teníamos vecinos que repentinamente pudieran ‘dejarse caer’ en nuestro hogar? Debíamos estar seguros de que nadie nos interrumpiría en aquel día final. Le garantizamos que nada de eso sucedería.

Nos explicó que debería visitarnos y realizar ciertos arreglos antes de la fecha final, a fin de que tuviéramos todos los materiales y comprendiéramos el procedimiento. Debido a sus compromisos personales, el día en que podría visitarnos sería recién dentro de un mes. El día final llegaría una semana después de eso.

Sentí como si una piedra me golpeara en el pecho. ¿Habría pasado para entonces nuestra pequeña ventana de oportunidad? John estaba obviamente preocupado, sacudiendo de lado a lado la cabeza. Comprendí y le pregunté al guía si había alguien que pudiera ayudarnos antes. Un mes podía ser demasiado tarde. El guía dijo que trataría de encontrar a alguien más.

Los días que siguieron se sintieron como años, pero antes de que terminara la semana, otra persona nos llamó. Tuvimos que volver a declarar todas las razones para nuestra decisión. Satisfecha, esta persona nos dio una lista de cosas que John debería comprar, cosas que necesitaría para su “última salida”. Finalmente, nos propuso dos fechas posibles cuando podría venir a vernos y luego, dos fechas más en que ejecutaríamos el procedimiento. Tendríamos tiempo en caso de cambiar de opinión, pero también era suficientemente pronto como para que John pudiera realizar todos los preparativos.

Escogió el 20 de abril, la primera de las dos fechas que ella le dio para su día final.

Llamé a mi hijo. “Por favor, ven en cuanto puedas. Te necesitamos”. Llegó una semana antes del día final y pasamos aquellos 7 días yendo a lugares, haciendo cosas y tratando de que los últimos días de John fueran lo más placenteros posibles. En un momento fuimos a un restaurante caro y vaciamos la billetera. En otra ocasión, fuimos a cenar y John ordenó algo totalmente fuera de la estricta dieta saludable que había mantenido durante años. Hasta que el Alzheimer se lo impidió, se había ejercitado diariamente en un gimnasio y seguido su dieta “religiosamente”. Nos sonreímos cuando le escuchamos decir “quiero el hígado con cebollas”.

Esa semana, le sugerí a John que escribiera una nota suicida. Quería dejar totalmente en claro que yo no lo estaba forzando ni brindándole algún tipo de asistencia que fuera en contra de la ley. Nuevamente, se olvidó del tema pero a mediados de semana redactó una breve y concisa nota, perfectamente lúcida.

En aquella esperada mañana, entre los cuatro nos brindábamos ánimos, con John llevando la batuta. Nadie estaba conmocionado ni molesto. Sólo había una quieta resignación. Esta era la vida que nos había tocado vivir y estábamos encarándolo. Aunque John había crecido en una familia polaca de raíces católico romanas, aunque había sido monaguillo y asistido a escuelas católicas, ahora era un humanista ateo.

A sus veintes, tras graduarse de la Universidad Loyola, consideraba que los jesuitas le habían enseñado a pensar y luego él mismo se marcó el camino de salida de la religión. En 1979, descubrimos y formamos parte de la Asociación Humanista Americana.

No recuerdo si la mañana final de John hacía frío o estaba cálido. Sólo sé que me sentía increíblemente cercana a él y él a mí. A las 9 en punto, la guía y su asistente llegaron. Una vez más, repasamos el procedimiento que todos realizaríamos. Una vez más, nos preguntó si esto era realmente lo que John quería hacer. Una vez más, la voz de John sonó sin vacilaciones: “lo es”.

Nos miraron a mí y a los demás. Asentí con la cabeza y los demás me imitaron.

La guía nos sugirió que fuéramos todos al dormitorio, donde John pudiera reclinarse en la cama. Previamente, él había ubicado junto a la cama dos tanques de Helio, provistos de una manguera. Ambos tanques eran necesarios ante la eventualidad de que uno estuviera vacío. Nunca había sucedido, pero no se podía correr riesgos.

John se despidió de todos. Hubo abrazos y lágrimas, pero no hubo llantos. Nadie protestó. Me senté a un lado de su cama, y nuestro hijo se sentó en el otro. Los demás ocuparon sillas a los pies de la cama. John siguió la rutina que había practicado, sacando la bolsa y asegurándose de que estuviera en posición antes de abrir la válvula. Entonces se volteó hacia mí y me dijo “te amo”.

Edman PL (SXC)

Edman PL (SXC)

Le dije que lo amaba. Nos miramos por unos instantes y luego, en cosa de segundos, estaba inconsciente. No hubo dolor ni problemas. Nunca tendría que sufrir las indignidades que tanto aborrecía. Nunca tendría que ver al inteligente de mi mirado convertido en un idiota balbuceante.

Dentro de 20 minutos o quizá media hora, dio su último aliento. No recuerdo el tiempo exacto, pero en Última Salida decían que media hora es el tiempo promedio. Cuando John ya no tuvo pulso, dejaron el cuarto. Mi familia fue saliendo uno por uno, hasta que John y yo tuvimos nuestro último momento juntos. Le dije adiós y salí de la habitación.

Siguiendo el consejo de Última Salida, junto a los demás nos fuimos a un Mall cercano. Compramos algunas cosas y tratamos de fingir que ese había sido un día cualquiera. Dos horas después, regresamos a casa. Mi hijo “descubrió” el cuerpo de mi esposo y llamó a la policía. Con voz normal, le dijo a las autoridades que había llegado a casa para descubrir que su padrastro se había quitado la vida.

Ocho minutos después, el primero de un verdadero desfile de policías, paramédicos y el alguacil local, hicieron su aparición. Era demasiado tarde para una resucitación. Demasiado tarde para cualquier cosa más allá de llenar un informe y notificar al forense. Estaba claro que John se había quitado él mismo la vida. En adición a su nota suicida, tenía una copia del libro “Última Salida” de Derek Humphry en el velador. Aún estaba conectado a los tanques de helio.

La policía nos trató con el mayor respecto y delicadeza. Estábamos todos exhaustos y ahora sí estaba llorando. Nos hicieron muchas preguntas y tomaron fotografías. Les conté que John había donado su cuerpo a la escuela de medicina local. Quería que la ciencia se beneficiara de sus problemas.

Desafortunadamente, la escuela rechazó su cadáver porque se había suicidado. El forense llamó a muchas otras universidades para que alguna pudiera llevarse el cuerpo de John. Todas lo rechazaron por los mismos motivos.

Esto me hirió tremendamente. ¿Cómo podían hacerle esto a John? La idea de ayudar a la sociedad significaba mucho para él. Finalmente hice que cremaran el cuerpo y junto a mi hijo, esparcimos sus cenizas en un lugar montañoso que John adoraba.

Había tomado una decisión muy valerosa y desinteresada, con la cual estuve de acuerdo. Lo extrañaré más de lo que él jamás pudiera haber imaginado.

Acápite

¿Por qué estoy compartiendo este relato tan íntimo? Porque quiero que el mundo sepa cuánto admiro el coraje y generosidad de John, y que hay alternativas al dolor y sufrimiento de nuestros días finales. Uno puede hacerse cargo de su propia vida y de su muerte. Suicidarse no es contra la ley.

Tal como dice el sitio web de la red de Última Salida, hubo tiempos en que los derechos civiles, los derechos de las mujeres o los derechos de los discapacitados, eran derechos de los que todos estaban hablando. Mientras todavía es nuestra obligación velar por esos derechos, es hora de alcanzar otro. Ese otro es el derecho a controlar nuestra propia muerte.

Nosotros -no la sociedad- debemos decidir cuando el dolor y el sufrimiento ya no es soportable. Siempre pienso en el título de esa película de Jane Fonda, “Le disparan a los caballos, ¿no?”. ¿Por qué permitimos a los animales escapar de su sufrimiento, pero dejamos que los humanos sigan sufriendo? Demasiada gente ha comprado el mito de que sólo Dios da y sólo Dios quita. Si existiera un Padre Dios, como la mayoría de los padres, no querría que sus hijos sufrieran. Un padre en el sentido opuesto sería aberrante. Hoy, cada vez más personas rechazan este tipo de pensamiento bíblico, pero aún existe una barrera cultural.

Muchas de las personas a las que les he contado sobre la decisión de John ni siquiera sabían que Última Salida existía. Ni siquiera sabían que el suicidio no está penado por la ley. Algunos han reaccionado de una forma que revela que muchos todavía piensan que el tema ni siquiera debe ser discutido. Pero a menos que lo hablemos, más y más de nuestros seres queridos atravesarán sufrimientos físicos y mentales innecesarios.

Por el contrario. Todos deberíamos tener derecho a una muerte digna y pacífica.