En un mundo donde los adultos viven en función de los “deberes”, tanto en la casa como el trabajo, no es raro ver que la mayoría de las personas siempre están apuradas por cumplir con todo.

La educadora Rachel Macy Stafford, relató en una emotiva columna en Huffington Post cómo descubrió que en su afán casi irracional de no querer nunca “perder el tiempo”, usaba recurrentemente una palabra para dirigirse a su pequeña hija, coartando su encantadora personalidad y sus ganas de apreciar las cosas bellas de la vida.

A continuación lee su testimonio y aquel concepto que Rachel decidió eliminar de su vocabulario por el bien de su familia… y de paso, el suyo.

Cuando vives una vida ocupada, cada minuto cuenta. Te sientes como si debieras estar tarjando algo en tu lista, mirando alguna pantalla o corriendo hasta el próximo destino. Y no importa cuántas formas encuentres para dividir tu tiempo y tu atención, no importa cuántas tareas trates de hacer al mismo tiempo, nunca habrá suficiente tiempo en el día para hacer todos los pendientes.

Así transcurrió mi vida durante 2 años frenéticos. Mis pensamientos y acciones estaban controladas por notificaciones electrónicas, alarmas y agendas cuidadosamente planificadas. Y aunque cada fibra de mí ponía todo de su parte para llegar a tiempo a cada actividad de mi planificación diaria, no lo lograba.

Verán, hace 6 años fui bendecida con una niña relajada y descuidada. De las que siempre se detienen a oler las rosas.

Cuando necesitaba estar en la puerta… ella se tomaba su tiempo eligiendo una cartera y una corona con brillos.

Cuando debía estar en algún lugar dentro de 5 minutos… ella insistía en ponerle el cinturón de seguridad a su animal de peluche.

Cuando apenas tenía tiempo para un almuerzo rápido… ella se detenía a hablarle a la anciana que se parecía a su abuela.

Cuando tenía sólo 30 minutos para llegar… ella quería detenerse y acariciar a cada perro que veía.

Cuando tenía una agenda llena que comenzaba a las 6 am… ella pedía que le revolviera un poco más los huevos para el desayuno.

Mi niña despreocupada era un regalo para mi naturaleza tipo A, orientada a las tareas… pero yo no me percataba. Nada de eso. Cuando vives una vida ocupada, tienes visión de túnel: sólo ves lo que sigue en tu agenda. Y cualquier cosa que no esté anotada en ella es una pérdida de tiempo.

Cada vez que mi hija me obligaba a desviarme de mi planificación, pensaba “no tenemos tiempo para esto”. Por eso, la palabra que con más frecuencia le decía era “Apúrate”.

Siempre comenzaba mis frases con:

¡Apúrate, estamos atrasados!

Y las terminaba con:

¡Nos lo vamos a perder si no te apuras!

Comenzaba mi día con:

¡Apúrate y come tu desayuno!

¡Apúrate y vístete!

Y las terminaba con:

¡Apúrate y lávate los dientes!

¡Apúrate y métete en la cama!

Y aunque la palabra “apresúrate” lograba muy poco en aumentar la velocidad de mi hija, la decía de todas formas. Quizá incluso más que las palabras “Te amo”.

La verdad duele, pero la verdad también cura… y me llevó más cerca de ser la madre que quiero ser.

Pero cierto día, las cosas cambiaron. Acabábamos de recoger a mi hija mayor del kinder y nos estábamos bajando del auto. Insatisfecha con su velocidad, mi hija mayor le dijo a su pequeña hermana: “Eres tan lenta”. Fue cuando se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro exasperado, que me vi reflejada a mí misma… y fue una imagen que me revolvió las entrañas.

Me había convertido en una matona que empujaba y presionaba a una pequeña niña que sólo quería disfrutar la vida.

Mis ojos se abrieron. Pude ver con claridad el daño que mi existencia apresurada había hecho en mis dos hijas.

Aunque me temblaba la voz, miré a los ojos a mi hija menor y le dije “Lamento tanto hacer que te apures. Adoro que te tomes tu tiempo y ojalá pudiera ser más como tú”.

Mis dos hijas se miraron igual de sorprendidas ante mi dolorosa confesión, pero en el rostro de mi hija menor vi el inconfundible brillo del entendimiento y la aceptación.

“Te prometo ser más paciente de ahora en adelante”, le dije a mi hija de cabellos rizados mientras la abrazaba.

Eliminar la palabra “apúrate” de mi vocabulario fue algo bastante sencillo. Lo que no era tan simple fue adquirir la paciencia para esperar por los placeres de mi hija. Para ayudarnos a ambas, comencé dándole un poco más de tiempo para prepararse si debíamos ir a alguna parte. Incluso así, muchas veces llegamos tarde. Era entonces cuando me repetía a mí misma que esas serían las ocasiones en que llegaría tarde, sólo por algunos pocos años, mientras ella fuera pequeña.

Cuando mi hija y yo salíamos de paseo o a la tienda, le permitía a ella marcar el paso. Y cuando se detenía para admirar algo, sacaba de mi cabeza los pendientes de mi agenda y simplemente me dedicaba a observarla. Contemplé expresiones en su rostro que no había visto nunca antes. Estudié las líneas de sus manos y la forma en que sus ojos se fruncían al sonreír. Observé cómo otras personas respondían cuando ella se detenía y se tomaba su tiempo en hablar con ellas. Miré cómo se detenía para admirar los insectos interesantes y las flores hermosas. Ella era una observadora, y rápidamente aprendí que los observadores del mundo son regalos escasos y bellos. Fue recién entonces cuando comprendí que ella era un regalo para mi alma frenética.

Hice mi promesa de bajar el paso hace ya casi 3 años, al mismo tiempo en que comencé mi viaje hacia dejar ir las ocupaciones de la vida y preocuparme de lo que realmente importa. Vivir a un paso más lento aún me requiere cierto esfuerzo. Mi hija menor es mi recordatorio permanente de que debo mantenerme así. De hecho, hace poco volvió a recordármelo.

Ambas habíamos hecho un viaje en bicicleta hasta una tienda de abarrotes mientras estábamos de vacaciones. Luego de comprar un gran helado para mi hija, se sentó en una mesa de picnic admirando la torre helada que sostenía en su mano.

Repentinamente, su rostro lanzó una mirada de preocupación. “¿Tengo que apurarme, Mamá?”.

Casi me puse a llorar. Quizá las cicatrices de una vida apurada nunca desaparecen completamente, pensé con tristeza.

Mientras mi hija me miraba esperando para saber si podía tomarse su tiempo, supe que tenía una opción. Podía sentarme ahí a lamentarme por todas las veces que apresuré a mi hija durante su vida… o podía celebrar el hecho de que estoy tratando de hacer las cosas de forma diferente.

Elegí vivir el presente.

“No tienes por qué apresurarte. Tómate tu tiempo”, le dije suavemente. Su cara de inmediato se iluminó y sus hombros se relajaron.

Y así fue como nos sentamos lado a lado, para hablar de las cosas que las niñas de 6 años que les gusta tocar el ukelele conversan. Incluso hubo momentos en que estuvimos sentadas en silencio, sólo sonriendo la una a la otra, mientras admirábamos la vista y los sonidos a nuestro alrededor.

Pensé que mi niña iba a comerse toda esa tremenda golosina, pero cuando le quedaba sólo la última cucharada, guardó una cucharada de helado y relleno para mí. “Te guardé el último trozo, Mamá”, anunció ella orgullosamente.

Y a medida que el sabor dulzón saciaba mi sed, me di cuenta de que acaba de hacer uno de los grandes aciertos de mi vida.

Le di a mi hija un poco de tiempo… y a cambio, ella me dio su última cucharada y el recordatorio de que las cosas saben más dulces y el amor fluye mejor cuando dejar de estar corriendo por la vida.

Ya sea…

Para comer helado.

Para recoger flores.

Para ponerse el cinturón.

Para preparar huevos.

Para buscar conchas en la playa.

Para observar insectos.

Para pasear por la vereda.

Ya no diré “no tengo tiempo para esto”, porque es básicamente decir “no tengo tiempo para la vida”.

Hacer una pausa para disfrutar las cosas simples que nos ofrece la vida diaria es la única forma de vivir realmente.

(Y créanme, lo aprendí de la experta mundial en disfrutar la vida).