Le llaman la democracia parlamentaria mayor del mundo. Es el segundo país más poblado de la tierra, con 1.242 millones. Región histórica multiétnica y multilingue, cuna de legendarios imperios y de, por lo menos, cuatro de las religiones importantes del planeta; hinduismo, budismo, jainismo y sijismo. Es, además, una economía descrita por inversores y depredadores, como de rápido crecimiento.

Lindas palabras, preciosas falacias. Todo lo anterior es cierto pero la cara verdadera de la India es también la de un gigantesco entorno territorial donde anidan pandemias, malnutrición, analfabetismo, llagas, malaria, pobreza o miseria extrema. Es en ese universo donde la vida de una mujer no vale un comino. Ser mujer es un riesgo de muerte. Las cifras de las violaciones brutales, asesinatos, palizas y discriminaciones sin fin, simplemente, son pavorosas.

Tuvo que saltar a primera plana el atentado, la tortura y la agonía horrible de una estudiante de fisioterapia de 23 años de edad para que, ¡por fin!, se extendiera la ira en todo ese país. Un terrible suceso ocurrido dentro de un autobús, en Nueva Delhi. Seis bestias, seis rufianes borrachos, incluido el conductor del vehículo, durante una hora, acorralaron a una inofensiva pareja. Los jóvenes habían salido del cine, regresaban a sus casas.

Al muchacho lo patearon sin piedad. A ella la violaron y torturaron sin asco, la despedazaron. Hasta le introdujeron una barra de metal en la vagina.

Ensangrentados, moribundos, los arrojaron a la calle. Los transeúntes pasaban ajenos e indiferentes, sin socorrerles. Cuando, por fin, apareció la policía a los jóvenes heridos, a ella de 23 y a él de 28 años, los trataron como simples objetos. El dramático suceso sigue cubriendo de oprobio a esa nación del Asia del sur, un país que ha firmado todos los Derechos Humanos citados en la Carta Fundamental de la ONU pero que, a la hora de la verdad y de la impunidad, todos esos gestos no llegan más allá de ser papel mojado.

La policía, el aparato de la justicia, los gobiernos, los responsables de aquellos 27 estados y siete territorios (la India), están sumidos por corruptelas y envueltos en un machismo despreciable. Un país y una casta política incapaz de proteger a la mitad de su población. En los últimos 30 años las violaciones se han multiplicado por diez y las últimas estadísticas, del año 2011, explican que superaron los 24 mil casos. Ojo, solamente 24 mil casos denunciados. Porque la mayoría de las fechorías y las acusaciones quedan silenciadas, empantanadas en las comisarías, enzarzadas en la burocracia, anuladas, no se escuchan.

Esa mayoría de mujeres salvajemente agredidas no se atreven o no pueden a reclamar ante ninguna instancia. Y los cuerpos policíacos de esa “democrática” nación suelen ser son los principales responsables de tanta impudicia.

Si una inmensa mayoría de las mujeres del planeta siguen siendo ciudadanas de segunda, tercera y cuarta clase, festín para depravados y desquiciados o cebo fácil para cualquiera religión en uso donde se predique resignación y otras zarandajas, el caso de la India (como también el de África o China) es más aplastante.

Su dimensión se hunde en un envilecimiento sin límites. Por allí dominan esas malditas mentalidades patriarcales, misóginas, primitivas, intolerantes y podridas. Son esos machos los que, por ejemplo, obligan y vigilan para que se aborten los fetos femeninos. Para que, desde que salen del útero, los privilegios alcanzan solamente a los varones.

En estos días surgen aquí en el Viejo Mundo, profusos escritos y condenas a la infamia ocurrida allá en la India: Algunos celebran que algo allá está cambiando. Al menos en esas sociedades amedrentadas por un fundamentalismo irracional, por agresores sexuales que se pasean como Pedro por su casa, ya se grita y se pide justicia en las calles. Que en medio de la ira la gente no se ande con rodeos, que clamen por la pena de muerte o la castración química para esos miserables.

“Son monstruos que no merecen vivir. Cuelguen a los culpables. Ellos mataron, mátenlos” dicen los carteles. Y no solamente en esa India mancillada sino también en Pakistán, Bangladesh y Nepal resuenan gritos desgarrados. ¡Hasta cuando pisotean los cuerpos, la dignidad, la existencia de las mujeres!

En esa India de la cual se hablan tantas boberías (“llama espiritual” o “región de la cultura profunda”) las mujeres de hoy se ven enfrentadas a un vacío. Quieren trabajar en ámbitos seguros, quieren vivir sin acoso, sin la vergüenza, acaso encontrar a su pareja y no aceptar la que indignamente y bajo pena de muerte, le impone y señale su familia. O vestirse a su manera. Salir solas a las calles, sin el terror al asesinato que acecha en casa esquina.

En el reinado de la agresión permanente a esa humanidad desvalida, la del sexo femenino, no se salva casi ningún país. Pero hay zonas donde la oscuridad es mucho más atroz. Y en general la cobardía de mirar para otro lado, cerrar los ojos o callar ya se ha convertido en una norma.

Se mantienen prácticas cavernarias: En estos momentos, según la ONU, existen 140 millones de mujeres que sufren la mutilación genital. Una brutalidad donde África se lleva el pandero, es la ablación aplicada en medio de la ignorancia, con la tradición encima, sin justificación médica, con instrumentos primitivos y sobre inocentes criaturas que deja a diario otro reguero de víctimas.

Al finalizar el año 2012, el 20 de diciembre, la misma ONU aprobó una resolución. Proclamó la prohibición de la mutilación señalándola como lo que es, una práctica salvaje. Fue un triunfo de incontables activistas y, de manera especial, de una notable mujer política, la italiana Emma Bonino. Sin embargo -lamentablemente- el camino es largo y se recorrerá lento.

Inclusive ¡hay mujeres que niegan la negra realidad! Recuerdo, hace años, en un periódico chileno de cuyo nombre prefiero no acordarme, publiqué un reportaje sobre vergonzosas y crueles mutilaciones genitales en el Continente Negro. Airadamente protestó la embajada Egipcia. La propia esposa del diplomático mayor llegó compungida a la redacción para rasgar vestiduras. Y el necio director de aquel diario y de aquella época se disculpó, se inclinó ante la dama, ordenando un desmentido.

(Stultorum infinitus est numerus, se lee en el Eclesiastés: el número de los tontos es infinito… ¡y también el de cobardes, habría que agregar!)

Oscar “El Monstruo” Vega

Periodista, escritor, corresponsal, reportero, editor, director e incluso repartidor de periódicos.

Se inició en El Sur y La Discusión, para continuar en La Nación, Fortin Mapocho, La Época, Ercilla y Cauce.

Actualmente reside en Portugal.