Se celebraba el Domingo de Ramos en la Catedral Metropolitana y como era su costumbre, el obispo auxiliar de Santiago, Andrés Arteaga, se ubicó al frente para dar la comunión a los feligreses. Sin embargo, la mayoría de los fieles evitaron recibir la ostia de su mano, quedando en evidencia el repudio a su defensa irrestricta a Fernando Karadima, un influyente sacerdote que abusó de menores.

En los últimos meses, y me atrevería decir en los últimos años, la Iglesia Católica vive una profunda crisis derivada de las múltiples denuncias de abusos sexuales por parte de sacerdotes, contra niños principalmente.

Desde casos tan emblemáticos como el fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel, hasta otros más cercanos como el de Karadima, los católicos han ido conociendo escabrosos detalles de hombres cuyas vidas estaban lejos de ser consagradas al servicio religioso, cuyos delitos han quedado en la impunidad.

Ante los reiterados escándalos, han surgido distintas teorías respecto al origen de la perversión, entre las que se cuenta el celibato que la Iglesia impone a sus sacerdotes y que claramente se presenta como uno de los factores principales de los casos de atentados sexuales.

El origen del celibato

La iglesia postula que los curas deben ser célibes, es decir, una persona “no casada”. El término se usa para designar a quienes viven esa situación “por consagración a Dios”, según el Glosario de Términos Religiosos y Eclesiásticos.

Esta imposición se adoptó en el siglo XVI durante el Concilio de Trento, como una forma de tomar medidas ante la inmoralidad de los sacerdotes de esa época, que tenían concubinas y, por consiguiente, vástagos repartidos en diversos lugares, tal como lo reconoció el teólogo español Enrique Miret Magdalena.

Sin embargo, el principal libro de referencia para la religión, la Biblia, no apoya precisamente esta disposición que se adoptó en Trento. En la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo, en los versículos 3 al 7 del capítulo 3 especifica que:

“Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo”.

En este sentido, y pese a que se argumenta que el propio Pablo indicó en la primera epístola a Corintios -en el versículo 1 del capítulo 7- que “en cuanto a las cosas de que me escribisteis, bueno le sería al hombre no tocar mujer”, como una forma de justificar el a estas alturas ridículo dogma, el apóstol señala en el verso 8 y 9 del mismo capítulo que “digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando”.

¿Alguna duda que el celibato no tiene asidero bíblico? Me parece que no hay lugar a segundas interpretaciones. Tanto así que hay investigadores y teólogos, como el sacerdote suizo Hans Kung, quien derechamente ha publicado artículos como en el diario francés Le Monde, en contra de esta práctica.

Según el también académico de la Universidad de Tübingen (Alemania), esta falsa doctrina “revela la relación crispada que entretiene la jerarquía católica con la sexualidad, la misma relación que determina su postura con respecto de la contracepción”.

El celibato y los casos de pedofilia

Asimismo, Hans Küng también postula en dicha columna que “con la misma franqueza para abordar de cabo a rabo el tema de los abusos sexuales, habría que abordar la discusión de su causa esencial y estructural: la regla del celibato. Esto es lo que los obispos deberían plantearle con firmeza y sin ambages al papa Benedicto XVI.”

De esta forma, abre una posibilidad cierta del factor detonante en los miles (¿o millones?) de casos de abusos sexuales, que en países como Irlanda y Estados Unidos, han provocado un sismo importante en El Vaticano…y en la fe de los pocos creyentes que van quedando frente al quiebre del paradigma de los llamados a ser modelos de moralidad y vida pía.

Aunque no sólo el profesor Küng sacó del clóset este tema, sino también otros reputados miembros del clero han comenzado a reconocer el vínculo. Un ejemplo lo constituye el obispo auxiliar de Hamburgo, Hans-Jochen Jaschke , quien reconoció en un artículo de la BBC que “el celibato puede ser un estilo de vida que atraiga a personas que tienen una sexualidad anormal y que son incapaces de incorporar la sexualidad de modo normal en su vida”.

Asegurar a priori que el celibato es el culpable de todos los abusos, a lo mejor es exagerado, pese a lo cual claramente contribuye y ofrece un campo propicio para las mentes enfermas.

Quizás la relación no está precisamente en que el celibato incline la tendencia hacia la pederastia, sino más bien que la insana atracción hacia menores se ve favorecida con el celibato, al no obligar el vínculo sexual normal y corriente.

Por otro lado, la iglesia ofrece una oportunidad enorme de ejercer influencia y superioridad sobre otros, para seducir y convencer a sus víctimas, y de esta forma evitar la culpa merced de los trastornos narcisistas y la frágil autoestima que presentan, según señala el libro ¿Qué es la pedofilia? de Anna Oliverio Ferraris y Barbara Graziosi.

Los investigadores, por otro lado, destacan que los abusadores intentan por todas las formas posibles de estar en contacto con menores, y eso se los proporciona la iglesia, así como colegios y otras instituciones afines.

La política del barrido bajo la alfombra

Aunque en el caso de la iglesia, ésta ha tomado el camino equivocado del “ocultamiento”. En otras palabras, en vez de castigar y entregar a la justicia los antecedentes, ha preferido cambiar de ciudades a los acusados, y en casos emblemáticos, proscribir a una vida de “oración y penitencia”.

Poco castigo, incluso irrisorios si se toma en cuenta el enorme daño a inocentes, por parte de individuos que aprovecharon su posición de poder para abusar impunemente, amparados no sólo por el “paraguas” religioso de la iglesia, sino también de círculos de poder mezclados con políticos y empresarios.

¿Cuál es la razón de esta política del “barrido bajo la alfombra”? Puede que esos lazos e influencias en los poderosos no sea otra cosa que una red para ocultar más mentiras, más abusos y más inmoralidad.

El pasado viernes 20 de julio falleció Isabel Margarita Lagos, más conocida como Sor Paula, quien era investigada por abusos sexuales contra menores, aprovechando su calidad de Superiora de la Congregación las Ursulinas de Chile. Se fue sin pagar en vida los delitos por los cuales era investigada. Tal y como ocurrió con Marcial Maciel, tal y como ocurrió con Augusto Pinochet.

Es tiempo que la iglesia Católica deje de pedir perdón y comience a asumir en acciones concretas la culpa que le cabe por los abusos contra menores, incluso, si es necesario rompiendo dogmas y falsas doctrinas. Quizás un Concilio al estilo del desarrollado en Trento no sería una mala opción para decidir actualizar una entidad que ahora más que nunca parece un “sepulcro blanqueado”.